3.4.22

Carta de Sevilla

Con tiempo por delante, salí de Plasencia a las nueve y cuarto de la mañana camino de Sevilla. A las nueve y cuarto de la noche (casi tarde todavía), regresaba. Con curiosa precisión matemática. Como en los viejos tiempos. Otro viaje exprés. 
Me preocupaba un poco que la huelga de camioneros pudiera afectarme (que me encontrase con alguna marcha lenta de vehículos, por ejemplo), pero la autovía estaba expedita. Como no paré en sitio alguno, a las doce y media estaba en el aparcamiento del Mercado de Triana. Fue llegar a Plaza de Armas y encontrarme de golpe con una multitud que pululaba por las aceras, turistas la mayoría. Como si fuera agosto: camisetas, bermudas, sandalias... Me sorprendió ese gentío, la verdad. Más después de la pandemia y sus soledades. El puente trianero era una feria. 
Al salir, me esperaba en la placita Carlos Peinado Elliot, profesor de la Universidad de Sevilla, quien me había invitado a participar en el Máster de Escritura Creativa; el primero de los reconocidos en España por el Ministerio del ramo. Luego llegaron otros, como el de la Complutense de Madrid. 
Paseamos por el barrio, entramos en alguna iglesia, cruzamos el río, nos acercamos al Arenal y a las traseras de la Maestranza... Y conversamos, sobre todo conversamos. Volvimos después a Triana para comer. Sobria, discretamente, en un patio de lo que fue una fábrica de cacharros de barro. En la calle Alfarería, dónde si no, una palabra que nombra la esencia del famoso barrio sevillano. 
Como la sesión era a las cuatro y media, nos fuimos pronto a la Facultad de Comunicación, sede del curso. 
Aunque no les pude ver la cara, me consta que, de la decena de alumnos que asistieron, la mayor parte aparecen en la foto que ilustra esta entrada, realizada con motivo de un retiro literario que tuvo lugar el fin de semana pasado en El Puerto de Santa María, que no es mal sitio para inspirarse y escribir. (Donde, por cierto, hace muchos años conocí, en la Fundación Alberti, al nuevo consejero de Cultura de la Junta de Castilla y León, el bejarano Gonzalo Santonja, designado por Vox.) 
El primero por la izquierda es el profesor Peinado, que acaba de publicar en RIL su segundo libro de poesía: ¿Sangra el abismo? 
Tras su breve presentación, hablamos durante hora y media de poesía. Y al hilo, de lecturas, de premios, de crítica, de autores, de azares y, en fin, de otras casualidades que hacen que alguien acabe dando en poeta. Una rareza. Algunos de los presentes (más "las" que "los") están en ello, aunque la mayoría, más prácticos, aspiran a ser novelistas. 
Pasé un rato muy agradable delante de personas que escuchaban con atención y que intervenían con perspicacia. Dije menos de lo que tenía previsto decir. Siempre he defendido la naturalidad de la improvisación; por eso, nada he odiado más que las programaciones que me obligaban a pergeñar las autoridades educativas para dar mis clases en el colegio; corsés teóricos que nunca respeté, como es obvio. Cada día, sí, tiene su afán. Y cada actividad, el suyo. 
Por otra parte, siempre me he acercado con cautela a los talleres literarios. Por eso admiro tanto a amigos que han logrado impartir esa compleja docencia: Gonzalo, Jordi...
Salí de la Facultad sin problema, me incorporé pronto (y sin perderme) a la autovía (estaba en La Cartuja) y emprendí el viaje de vuelta con la fiel compañía de la radio, donde no dejaban de hablar del tortazo del actor Will Smith en la gala de los óscar de Hollywood. A ratos, llovía. Puro barro. Adelanté a un interminable convoy de camiones escoltado por la Guardia Civil. Y ya que menciono a la Benemérita, a la altura del Leo, cerca de Monesterio, el susto de la tarde: cuatro guardias civiles, de forma temeraria (uno venía, digamos, a 120 kilómetros por hora), se cruzaron delante de mí y me conminaron, con aparatosos gestos, a que parara en el arcén. Eso hice, como es lógico. Después, uno de ellos se acercó, me miró a debida distancia y me indicó, sin más, que siguiera, no sin advertirme que lo hiciese poco a poco y por el carril de aceleración (ellos estaban en la salida de la conocida área de servicio). Imagino que me confundieron con un piquete del paro del transporte. Con un peligroso ultraderechista (sin patillas), vamos. Como comentó mi hijo, a punto estuve de conseguir por un momento mi sueño infantil: ser camionero. Aunque fuera uno emboscado. Pero no: de simple conductor de turismo no he pasado. 
Paré en El Caldero a echar gasoil. Sin dar crédito al montante de la factura. 
A favor del dichoso cambio de hora, llegué a casa con las últimas luces. Cansado, pero contento. Y agradecido. Con ganas de regresar a mi estable, retirada rutina.