28.10.24

García Fuentes lee "Meditaciones del lugar"

Diario HOY
 
Todo es igual, pero también distinto

Por Enrique García Fuentes
 
José Muñoz Millanes ha editado una antología de los versos de Álvaro Valverde absolutamente nueva y seductora.
 
No deja de ser un error de bulto dejar de lado, preterir o incluso obviar una antología pensando que, total, lo que haya allí recogido ya lo hemos leído –y hasta disfrutado– en más de una ocasión. No quiero caer en tal desatino otra vez (mis más sinceras disculpas, mi querido Zoki) con esta última que nos llega del indispensable Álvaro Valverde, máxime si, como se descubre en seguida, se trata de un trabajo concienzudo y serio que pone de relieve que, en realidad, cualquier antología (y nuestro poeta contaba ya con dos estupendas, más aquellas formadas por su participaciones en las diversas Aulas Literarias extremeñas y de otros lugares) es, en realidad, una nueva entrega que añadir al ya consolidado edifico poético de cualquier autor.
La obra de Valverde es incuestionable en el lugar de la poesía española contemporánea, pero esta elegante edición que realiza ahora José Muñoz Millanes (Navalmoral de la Mata, 1951), uno de nuestros más sólidos ensayistas e investigadores, supone una perspectiva, si complementaria, absolutamente nueva y seductora para acercarnos a ese 'monumentum aere perennius' que es, hoy por hoy, la poesía del creador de este 'lugar' al que nos acercamos, hoy de forma mucho más segura y confiada. Y es que 'Meditaciones del lugar', por encima de todo, propone y permite una relectura más regocijante si cabe de poemas que ya debíamos conocer todos, que ahora, uncidos sabiamente en esta nueva amalgama, brillan tanto aisladamente como en conjunto y completan en esta nueva disposición la genuina validez de la que vienen haciendo gala desde el momento de sus respectivas composiciones. Ahora, recolocados en esta atrayente sugerencia de lectura, se dotan de una entidad todavía más coherente que cohesiona sin duda mejor el ya de por sí modelado conjunto de la aventura poética del autor placentino.
La propuesta del antólogo no puede ser más ilusionante y tiene la virtud de no secuestrar los versos de Valverde para que 'quepan' en su proposición, antes al contrario; es una conclusión a la que se antoja fácil llegar si se ha leído con el esmero y la dedicación que Muñoz Millanes ha desplegado en su cometido. Él mismo la aclara en el prólogo, breve pero enjundioso, y desacredita a los que (yo en un principio) no encontraban acertado el título escogido para esta antología. El acierto fundamental de Muñoz Millanes radica en afrontar y ofrecer una muestra más que satisfactoria de una preocupación que ya el propio poeta había confesado en un artículo publicado hace diez años en la revista Quimera, y que, casi de manera previsora, tituló 'En torno a la noción de lugar'. Allí confesaba sin ambages: «La particular búsqueda y visión del lugar se ha venido convirtiendo en razón de ser y justificación final de casi toda la poesía que he escrito. Un lugar, anticipo, que es todos los lugares, porque con todos contrasta. Un lugar que desde lo concreto y local de su ámbito intenta alcanzar lo universal que le es propio. Un lugar, en fin, que, convertido en territorio [recuérdese, puntualizo yo, aquel famoso verso suyo], llegue a ser habitable» y terminaba enfatizando: «Creo que es en mis poemas donde con más concisión y voluntad expresiva se encuentra cualquier atisbo de una modesta teoría al respecto». Y esto viene a demostrarse de manera palmaria en la edición que nos ocupa. Arranca Muñoz de la idea ya conocida de que entendemos por 'lugar' una índole concreta, espacial y física que suscita luego una reflexión encaminada a dar sentido a la experiencia. Y como afirma en su atinado y providencial prólogo «la meditación arranca del presentimiento de algo intangible, de algo que está más allá del reducido espacio del lugar que, con su especial configuración, lo inspira». Esos lugares reconocibles tal vez, urbanos a veces (la mayor parte en ciudades alejadas de su natural entorno a las que ha llegado respondiendo a su inherente instinto viajero) pero también ubicados en los alrededores de su Plasencia, suscitan (o resucitan), desde su fisicidad, otra mirada, esta vez al interior del sujeto lírico; pero ojo, como advierte el prologuista, «Álvaro Valverde privilegia el lugar en sí, el entorno, en detrimento de la meditación que su composición inspira; presta más atención al lugar físico que a su interpretación». En su poesía, en definitiva, el impacto material del lugar predomina sobre la evocación o la reflexión que genera; la voz se solaza en ese 'locus amoenus' que, luego, sí, dará pie a la perfección del poema que de él emana.
Como quizá es el propio poeta quien mejor conoce dónde está la fuente que mana y corre, ya el propio Valverde se encarga de ubicar sus versos en «un espacio único o ideal, que puede ser jardín o desierto, valle o ciudad, concreto o abstracto, real o imaginario, donde el poeta y, por ende, el hombre, pueda ser feliz (…). Un espacio habitable donde encontrarse a sí mismo». Luego ese lugar transciende, pues «la poesía centrada en un determinado lugar es más universal que aquella otra pretendida, o pretenciosamente, cosmopolita» y hasta termina por convertirse en fin último de la dedicación, El propio poeta lo señaló: «Descubrir un lugar, trazar el mapa del territorio a explorar para, más tarde, una vez colonizado, habitarlo se me antoja una definición posible de la poesía». Y esta magnífica edición no hace sino corroborarlo e iluminar más unos versos, íntimos, propios, que nos llegan ahora con una remozada plenitud.
 
Meditaciones del Lugar. Antología poética (1989-2018)
Álvaro Valverde
Edición de José Muñoz Millanes



Pre-textos. Valencia (2024)
154 páginas.
20 euros.

NOTA: Esta reseña se ha publicado el pasado 25 de octubre en el suplemento TRAZOS del diario HOY.








24.10.24

La ciudad latente de José Muñoz Millanes

La ciudad latente es el hermoso título del nuevo libro de José Muñoz Millanes (Navalmoral de la Mata, Cáceres, 1951), profesor jubilado de la Universidad de Nueva York, autor de los libros de ensayos Las intenciones paralelasModos y afectos del fragmento, La ciudad de los pasos lejanosLa Venecia de Ramón Gaya, La Palabra en vilo. Ensayos sobre el poeta enjuiciado y Los homenajes de Ramón Gaya; de las traducciones de Una carta (de Lord Chandos) de Hugo von Hofmannsthal, Poemas del lugar y la circunstancia de Bertolt Brecht, así como de El origen del drama barroco alemán y Sobre la fotografía de Walter Benjamin. También del Diario disperso y de una antología poética del catalán Marià Manent que se publicó en la colección Voces sin tiempo de la Fundación Ortega Muñoz. 
De su fervor poético dan fe sus conferencias "El mundo de Leopardi" y "El pensamiento y la obra de Leopardi", impartidas en un ciclo sobre el poeta italiano organizado por la Fundación Juan March.
Con el título En selva de inquietudes ha seleccionado y analizado la poesía de Alberto Girri y prologado y seleccionado también poemas de Andrés Trapiello en Oficio parvo, así como los de uno en la antología Meditaciones del lugar (el título es suyo), que acaba de ver la luz en Pre-Textos, sello en cuyo catálogo figura la mayor parte de su obra. Precisamente la introducción de esa muestra cierra el libro que presentamos, la titulada "Lugares de poesía". 
En "Acerca de la ciudad", la primera, reúne los ensayos "La ciudad como palimpsesto" y "A propósito de paseos por Berlín de Franz Hessel". La segunda, "Imágenes de ciudades", integra "Carrusel napolitano", "Sombras en Riverside Drive" y "El Trujillo de Andrés Trapiello". La tercera y más extensa, la componen "Imágenes de Madrid", "Árboles y jardines", "Los límites de una ciudad", "Interiores", "El chalet de Las Rosas" y "Años triunfales". Y la cuarta y última, además del texto citado, incluye "Dos poetas triestinos: Saba y Giotti" y "«El aliento largo de esta gracia»: las imágenes póstumas en la poesía de José Rubio". 
El propio escritor ha grabado un vídeo donde habla de La ciudad latente, pero el libro es mucho más de lo que él puede explicar en menos de un minuto. 
La nota editorial reza: "La ciudad latente contrasta con la ciudad actual, la ciudad física inmediatamente perceptible. Viene a ser un palimpsesto, donde, superpuestas y confundidas, sobreviven huellas de variados aspectos de sus múltiples pasados: arquitectura, urbanismo, modos de vida, personajes históricos o de importancia cultural. A través de la huella, la ciudad del pasado incide en la del presente, pero lo hace de una manera casi imperceptible, pues esos fragmentos de pasado están latentes en ella: dispersos, extraviados, aunque siempre en espera de aflorar. De ahí que requieran la atención del flâneur o paseante ocioso, cuya mirada vacante le permite apreciar las huellas en cuanto sutiles detalles anacrónicos. Los distintos capítulos de La ciudad latente exploran estratos del palimpsesto de ciudades como Nápoles, Nueva York, Madrid y Trujillo".
El libro se lee sin querer. Porque la prosa de Millanes es fluida y busca aligerar lo complejo. También porque reflexiona sobre asuntos tan raros como interesantes. No es un ensayista al uso el moralo y nunca a la violeta: su erudición es de las que aportan saber y no un rimero de datos y hechos sin verdadera importancia. Su reflexión nos acerca a temas eternos (la ciudad, la poesía) y a autores intemporales (no hablo de mí, por supuesto). 
La sección madrileña demuestra el buen conocimiento que Millanes tiene de la capital de España, una ciudad que de nuevo le acerca a su editor y amigo Andrés Trapiello, el autor de Madrid y el protagonista del capítulo sobre Trujillo.  
Además del ensayo que abre La ciudad latente, he disfrutado mucho con el dedicado a Nápoles (qué recuerdos), ciudad donde residió, y con la relectura del que destina a los dos poetas triestinos Saba y Giotti. 
El ensayo literario es uno de mis géneros favoritos, sin duda, una pasión que acrecienta la lectura de este libro singular, elegante y discreto. Más en esta edición tan cuidada desde la bonita cubierta. Búsquenlo. 

22.10.24

"Devagar" en los Cuadernos de Humo

"Todo llega", decía Hilario Barrero, director de Cuadernos de Humo, hace unos días en Facebook, y seguía: "En este siete de octubre lluvioso y melancólico acaban de entrar los ejemplares del Cdh42 y la casa se enciende. ¡Es un número bandera!
Traen los poemas portugueses de Rafael Fombellida, un prólogo de Álvaro Valverde e ilustraciones de Álvaro Fombellida.
Como siempre enviaremos el pdf a la lista de "suscriptores". Muchas gracias por seguir al Humo".
Por su parte, y como respuesta, escribía en su muro el poeta cántabro Rafael Fombellida: "NUESTRO QUERIDO amigo, el poeta Hilario Barrero, ha tenido la gentileza, y la generosidad, de editar aquel cuaderno portugués que quedó anclado en el abra del Tajo, o en la foz del Duero, años atrás. Con un preliminar de otro gran poeta y querido amigo, Álvaro Valverde, y con imágenes de mi hijo Álvaro. Cuadernos de Humo, num. 42. Brooklyn, Nueva York. Entre el Hudson y el mar de la Península ya viajan los poemas. Abrazos mil y gracias mil, Hilario". 




La verdad es que Devagar ha quedado precioso. Por las ilustraciones de Fombellida hijo y, lo que más importa, por los versos portugueses, digamos, del padre de la criatura. Y gracias al cuidado que ha puesto Barrero en todo. Ha sido un placer colaborar con ellos. 
Si no eres uno de los cincuenta privilegiados que tienen un ejemplar en papel, aquí tienes el pdf con el cuaderno en cuestión. 


20.10.24

Fernando Pérez, un intelectual silencioso

Leí este texto ayer en Alcántara, en el marco del Congreso de escritores organizado por la AEEX con motivo del 40 aniversario de su fundación, después de una espléndida ponencia de Luis Sáez sobre otro intelectual, Paco Muñoz, el que fuera consejero de Cultura, que abría un homenaje no sólo a él, también a "aquel grupo de amigos" que le acompañaron en aquella apasionante aventura, cada cual a su modo; amigos que la muerte, como a él, nos arrebató. Me refiero a "los imprescindibles", en orden de deceso, Fernando Tomás Pérez González, Ángel Campos Pámpano, Santiago Castelo y Julián Rodríguez.  De los tres últimos hablaron, respectivamente, Carmen Araya, Carlos García Mera y Antonio Sáez. Le tocó a uno recordar al primero, el que antes y tan a destiempo se fue. Como el resto, apenas iniciada la cincuentena, salvo Castelo que estaba cerca de los setenta. 
Moderó la mesa el poeta placentino Serafín Portillo. 
Añado al final un post scriptum motivado por un comentario de Antonio Sáez en la emocionante evocación de su amigo Julián. 

Aunque parezca mentira, el que viene hará veinte años de la prematura muerte de Fernando Pérez, como le llamábamos casi todos. A destiempo, en plena posesión de unas sólidas facultades intelectuales y al frente de la Editora, que él realmente inventó, donde culminaba una década prodigiosa. Finalizada su labor como comisario de la exposición Extremadura en sus páginas. Del papel a la web, en la que estuvo centrado “hasta sus últimos días ―y no hablo metafóricamente―, con la enfermedad pisándole los talones”, como dejé escrito. En el catálogo, su último ensayo: “La ilustración pasa en berlina”.
De cuanto digo fui testigo y en esa condición quiero hablar hoy aquí. Con la perspectiva que proporciona el paso de los años.
 
Por su dedicación a las tareas de editor (y a algunas otras que le vinieron dadas por formar parte del organigrama de la Consejería de Cultura, de la que era titular su amigo Paco Muñoz), por su dedicación a las tareas de editor, decía, Fernando tuvo que dejar atrás dos pasiones fundamentales en su vida: la docencia y la investigación (la historia, la pedagogía, la literatura, el pensamiento científico, etc.). Siempre sospeché que la escritura creativa también había quedado aparcada. Su capacidad lectora, y desde temprano, alimentó siempre esa conjetura de la que no tengo más pruebas que la mera intuición. Sus artículos acaso le delaten, como aquel “Académicos de Argamasilla”, que publicó en el HOY tres meses antes de su fallecimiento y que, como afirmé en su momento, “tiene algo de testamento literario y moral”.
Sé a ciencia cierta que su dedicación a la Editora no daba para otras lindezas y que ese quehacer no admitía, consigo mismo, otras distracciones. Con todo, ahí están sus libros: El pensamiento de José Álvarez Guerra (bisabuelo de los Machado), Godoy y su tiempo, España sin sus colonias, Tres filósofos en el cajón, Los Orígenes de la Enseñanza Media. Badajoz siglo XIX o La introducción del darwinismo en la Extremadura decimonónica. Y el oportuno y póstumo Artículos y ensayos. “En el prólogo, que firma Fernando Pérez Fernández y uno ha leído con el corazón en un puño ―comenté cuando vio la luz―, se hace alusión a la modestia, tenacidad y discreción del autor, un investigador sistemático, y a sus aportaciones, llenas de profundidad, rigor y coherencia, sólo aparentemente modestas. No en vano compaginó esa vocación (que iba de la historia a la literatura, de la ciencia a la filosofía, del periodismo a pedagogía) con la práctica docente y, más adelante, hasta su prematura muerte, con su trabajo gustoso como editor, el mejor que hayamos tenido por estos lares.
Se recuerda su gravedad, que disimulaba con una aguda ironía, y su carácter serio, pero jovial. Se mencionan algunos nombres propios (maestros, colaboradores, amigos, etc.) y algunos versos convertidos en lemas que supo hacer suyos: el machadiano ‘Hacedme / un duelo de labores y esperanzas. / Sed buenos y no más, sed lo que he sido / entre vosotros: alma. / Vivid, la vida sigue / los muertos mueren y las sombras pasan; / lleva quien deja y vive el que ha vivido’ (que acabó siendo su elegido epitafio), y el ‘Recuérdalo tú y recuérdalo a otros’ de Luis Cernuda”.
No está de más reconocer, llegados a este punto, la importancia que tuvo para Fernando la poesía (basta con comprobar el cuidado que prestó, por dentro y por fuera, a la colección de la Editora), algo tan raro como definitorio, un género, digamos, que otros, como Andrés Trapiello, han usado para recordarle y que denota su sensibilidad de lector de fondo y con criterio. A la justicia poética podríamos atribuir que su primogénito haya dado en poeta.
 
Recuerdo a Fernando en Plasencia, en 1996, durante la celebración de un Congreso de Escritores Extremeños. Fue allí donde se afianzó nuestra amistad. De tímido a tímido. Era secretario aún de la asociación convocante. La que organiza este Congreso. Como tantos, estuvo desde el primer momento en el empeño común de normalizar culturalmente esta tierra irredenta, secularmente atrasada. Fue uno de los que se quedaron (nos quedamos) para poder hacerlo desde aquí. En Extremadura, quiero decir, y no encerrados en un cómodo gabinete con una espléndida biblioteca. No había otro modo. Estaba casi todo por hacer. Qué bonita aventura.
En su caso, optó por implicarse desde la gestión política, que no deja de ser la manera más eficaz de conseguir cualquier objetivo social importante. Por suerte, la colaboración pública y privada, las instituciones y la sociedad civil, aunaron esfuerzos para lograrlo y, en buena medida, se consiguió. Su iniciativa al frente de la Editora Regional fue decisiva. Desde ese lugar propició numerosos proyectos, más allá del hecho capital de publicar, y del mejor modo posible, libros de autores extremeños o vinculados a Extremadura, además de los estudios e investigaciones necesarias para alcanzar, ya se dijo, esa normalidad perdida. La memoria de los acontecimientos que apoyara nuestra vindicación cultural. A través de los Talleres de Relato y Poesía, por ejemplo, con su apoyo a la revista Espacio/Espaço escrito o a las Aulas Literarias (lo que me lleva a mencionar a Ángel Campos Pámpano, otro “imprescindible”, amigo cercano y cómplice de Fernando). En efecto, estas actividades también estuvieron en su radio de acción, ya sea como inventor, ya como colaborador necesario. La suya fue, en suma, una vocación de servicio público que como en los casos de Julián Rodríguez y Ángel Campos nunca se vio reconocida siquiera con una Medalla, la máxima distinción institucional que se concede en esta Comunidad Autónoma, y que, de haber sido así, estaría mucho menos desprestigiada de lo que está.
Bromeaba Fernando con frecuencia acerca de lo que (con su amigo Antonio Franco, otro “imprescindible”) denominaba el patatal. Ese batiburrillo de poetastros de salón, eruditos a la violeta, académicos de Argamasilla y demás ralea, dizque culta, que pululaba y pulula por la Extremadura de nuestros dolores. Él pretendía para esta tierra que tanto amaba otra cosa menos banal y pedestre y su idea de Extremadura, perfilada en sus escritos y materializada en sus realizaciones como editor, simboliza los ideales democráticos y liberales (en su más genuino sentido, el ilustrado y decimonónico de la Constitución de Cádiz) y está en el núcleo de su pensamiento, que uno calificaría de socialdemócrata (al menos como se entendía entonces, poco o nada que ver con lo de Sánchez) y, a su modo, republicano. Fue, y eso es lo que a la postre importa, un ciudadano extremeño cabal.
 
Estamos de acuerdo en ponderar como hito máximo de su trayectoria profesional (y vital) su cometido al frente de la Editora Regional de Extremadura. Diez años en los que consiguió que un modesto sello público lograra la unánime acreditación de lectores, escritores, críticos, periodistas y, lo que es más difícil, de editores privados de la categoría de Beatriz de Moura (Tusquets), Jorge Herralde (Anagrama) y Manuel Borrás (Pre-Textos).
En el meollo de su culta y pacífica revolución, que habían iniciado otros once años antes, el cambio de diseño, esto es, la concreción de un nuevo paradigma tipográfico. Tan clásico como moderno. O precisamente moderno por clásico, como el propio Fernando. Para ayudarle a definirlo, la propicia presencia de Julián Rodríguez (otro “imprescindible” sin Medalla), que dio años más tarde en editor y que ya llevaba ―a las evidencias me remito― esa pasión libresca en la sangre.
De todas las colecciones que puso en marcha Fernando destacaría La Gaveta. Porque La Gaveta era él, algo que se comprende a la perfección después de leer el texto de Gonzalo Hidalgo Bayal que sirvió de presentación de Gaveta de gavetas en la Feria del Libro de Badajoz en mayo de 2006, accesible en la página web dedicada a la vida y la obra de Fernando que mantiene su hermana Celes.
Podría agregar la colección Ensayos Literarios, donde su retrato queda también perfectamente fijado.
Sobre su empeño dijo algo elocuente por demás: “Mantener ese territorio sagrado, donde sólo cuenta la excelencia y la calidad literaria me ha podido costar disgustos y enemistades, pero ese es el precio que debemos pagar los editores”.
Si a la colaboración con Julián añadimos la tarea impagable llevada a cabo por María José Hernández, el círculo se cierra y el milagro se explica, o casi.
 
No para hablar de uno, sino para dejar constancia de su ejemplo (bendita palabra), me permito evocar las muchas horas que compartimos en sus últimos años de vida, cuando la enfermedad limitaba un tanto sus acciones y yo le recogía muchos días en mi coche a la puerta de su casa cacereña para viajar juntos a Mérida o a al sitio que tocara. De esas conversaciones (nunca demasiado largas), de su discreción (el último “imprescindible, Santiago Castelo, con el que estuvo en La Habana, le calificó atinadamente de “intelectual silencioso” y Alonso de la Torre dijo: “A mí me gustaba Fernando Pérez porque no iba de nada, porque era calladito, porque se ha ido sin ruido y nos ha dejado el silencio”), de su entereza (como en aquella agónica comida con Antonio Franco que celebramos en torno a unos platos de arroz en Badajoz), de su elegancia (tan sobria como él), aprendió uno cuanto pudo. Intento retener esas inolvidables lecciones intemporales. No en vano sigue siendo uno de mis referentes; una de esas personas, poco importa si ausentes, a las que cada poco preguntamos en silencio si debemos hacer esto o aquello. Cómo lo harían ellas.
Javier Cercas lo definió como “hombre bueno”. Y como “patriota extremeño”. Como Borrás ―que destacó también su bonhomía―, desde el primer momento en que le conocimos, supimos a quién teníamos delante. 
Hay encuentros fundamentales en la vida de cualquiera y el mío con Fernando fue sin duda providencial. Con él y con su familia, pues tuve el placer de conocer a su padre ―el fino, azoriniano escritor Fernando Pérez Marqués― y de tratar a su mujer ―Susi― y a sus hijos ―en especial a Fernando―, así como a sus hermanas (menos a sus hermanos): Isabel, Celes y Julia, tres personas vinculadas a las letras por feliz tradición familiar. Que la saga de “los Pérez” (Luis Sáez dixit) continúe, lo anticipé en su necrológica, me alegra muchísimo. No más que a Fernando, esté donde esté.
“Hay una clase de amor que no puede ser dicha”, sentenció Julián Rodríguez refiriéndose a él.

POST SCRIPTUM

Diferenció Antonio Sáez, al recordar a su amigo de infancia Julián Rodríguez y con total pertinencia, entre seriedad y solemnidad. De hecho, aclaró, lo serio no mueve a burla pero lo solemne puede ser ridiculizado. Venía a cuento de una afirmación tajante: nunca vio quejarse a Julián. Odiaba el victimismo, tan común entre nosotros y en esta tierra. Nunca esperó nada ni le molestó que no se lo dieran. Al decirlo, me miró. Entre líneas se estaba refiriendo, aunque no sólo, o eso creí entender, a lo que uno había dicho a propósito de los premios y más en concreto de la dichosa Medalla de Extremadura. Me puse rojo, como el niño que es pillado en un renuncio. Ya dije en su momento que sobre este asunto no iba a volver a hablar. No desde que reivindiqué, a su pesar, para el escritor Gonzalo Hidalgo Bayal el galardón institucional que contó con el apoyo del Excmo. Ayuntamiento de Plasencia, quien presentó a la Junta su candidatura debidamente documentada— y se la concedieron... a Pepe Extremadura. 
Reconozco que me molesta profundamente esa omisión. Estoy a favor de las cosas bien hechas, qué le voy a hacer. Me fastidia, sí, que, salvo Castelo, ninguno de estos tres "imprescindibles" que tanto hicieron por la redención cultural de Extremadura (y no sólo) fueran reconocidos con la máxima distinción que otorga la Comunidad Autónoma en nombre, y esto es fundamental, de todos los ciudadanos extremeños. De las comparaciones... Estoy convencido, en fin, de que ninguno esperaba menos y que eso les daba absolutamente igual. Con todo, a la vista de sus logros, en el sentido más serio y profundo de lo que esa distinción debería representar (un sentido que se dilapidó, o casi, por el camino), qué menos. 

La medida de un hombre

La recepción en español de la poesía del catalán Joan Vinyoli (Barcelona, 1914-1984) ―que trabajó desde los dieciséis años y hasta su jubilación en la editorial Labor y fue un “bebedor de fondo”, al decir de Vázquez Montalbán― empezó con aquellos 40 poemas que José Agustín Goytisolo reunió en 1980, ampliados a cincuenta poco después en edición de Josep M. Sala-Valldaura, y nunca ha cesado. De la mano de solventes traductores: Corredor Matheos, Panero, Valls, Marzal, Vitale, Agudo… Dos poetas, José Ángel Cilleruelo y Vicente Valero (que traduce un solo libro, el último), se ocupan en esta ocasión, y con qué pericia, de verter su obra poética. 216 poemas, un 40% del total, según su editor, el citado Sala-Valldaura, autor de Joan Vinyoli. Introducció a l’obra poética y El vuelo y la cuerda. Sobre la poesía de Joan Vinyoli, así como de la introducción (un exhaustivo ensayo) de esta amplia antología.
Se recogen versos de todos su libros: Primer desenlace, De vida y sueño, Las horas rescatadas, El Callado, Realidades, Todo es presente y nada, Aún las palabras, Ahora que ya es tarde, Viento de cobre, Libro de amigo, Cantos de Abelone, El grifo, Poemas en prosa, Círculos, De madrugada, Dominio mágico y Paseo de aniversario. En orden cronológico. Pocos de las primeras entregas y muchos más de las de madurez. Por completo, Libro de amigo y Cantos de Abelone ―un singular díptico―, Dominio mágico y Paseo de aniversario, acaso los mejores.
Sus primeros maestros: Riba y Rilke, al que tradujo. Se le sitúa entre el romanticismo alemán, la poesía pura francesa y el postsimbolismo. Nunca fue un realista ni siguió las modas, por lo que fue excluido de los recuentos generacionales. Un lince tachó su obra de “obsoleta, evasiva, hermética y ensimismada”. Lo resume bien su hijo Albert: “Era simplemente poeta, y a veces las cosas sencillas no acaban de entenderse del todo”. Alguien, sí, que “repudia las metáforas”, que “desdeñaba toda afectación o efusividad”, señala el editor, que “va al misterio raigal del hombre”, como buen humanista. Fue nocturno y solitario.
Según Goytisolo, “su poesía evolucionó de la temática cotidiana en tonos optimistas a un reflejo angustiado por la fugacidad de la vida”. Joan Margarit (que lo antologó) prefería al “poeta arisco y elíptico, a menudo desolado”. Valentí Puig habló de su “incertidumbre vital irremediable” y calificó la suya como “poesía de la existencia”, “una lírica de las enfermedades silenciosas”.
Su voz es contemplativa, evocadora, pesimista, elegíaca, moral y melancólica. De atisbos metafísicos: “Bastante sé que la claridad / germina en lo oscuro”. “La poesía se me ha convertido en la respuesta más grave y sencilla a las grandes preguntas que salen del fondo más íntimo de nosotros”, confiesa. “No es cosa de sentimientos, sino de experiencias”. “Cuestión de trabajo y no de repentinas iluminaciones”. “Aleja de las apariencias”.
“Las palabras me llevan no sé dónde: / en ellas ya me quedo, y es un mundo”, afirmó. “En verdad las palabras / no están para entendernos por lo que significan / solamente, sino para descubrir / aquello que, transparentes, ocultan”. Vienen “de muy lejos”, de los adentros, donde todo son dudas, dualidades, paradojas. Van del canto al silencio, siempre cerca de la música. A lo hondo.
No ha tenido mala suerte Vinyoli en castellano y eso que en 1977 rechazó el Premio Nacional de Poesía por razones “exclusivamente políticas”. “Mi nación es Cataluña”, aseveró. En 1985, esta vez sin remedio, le fue concedido póstumamente el Premio Nacional de Literatura (sin distinción de género) por Passeig d’aniversari.
Nuevos lectores constatarán que esta poesía está destinada a vencer al tiempo.
 
Joan Vinyoli
Edición bilingüe de Josep M. Sala-Valldaura
Traducción de José Ángel Cilleruelo y Vicente Valero
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2024. 488 páginas. 29 €

 NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL

    

15.10.24

Carlos Alcorta lee "Meditaciones del lugar"

 
La obra poética de Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es lo suficientemente amplia ―hasta la fecha, trece títulos sin contar plaquettes ni libros colectivos― que bien merece una antología como la que ha preparado José Muñoz Millanes bajo el título “Meditaciones del lugar” ―la anterior, “Un centro fugitivo”, en edición de Jordi Doce, data ya del lejano 2012―, un título muy apropiado, aparte de por las razones que esgrime el antólogo, por la teoría estética que defiende el propio poeta, quien ha expresado su predilección por esos lugares, más o menos apartados, que invitan a la contemplación. «En el origen de mi interés por la poesía ―escribe Valverde― confluye, no sé bien por qué, una preocupación por lo que se ha dado en llamar noción de lugar. Tanto es así que la particular búsqueda y visión del lugar se ha venido convirtiendo en razón de ser y justificación final de casi toda la poesía que he escrito. Un lugar, anticipo, que es todos los lugares, porque con todos contrasta. Un lugar que desde lo concreto y local de su ámbito intenta alcanzar lo universal que le es propio». 
La antología comienza con “Las aguas detenidas” (1989), su segundo libro (no incluye “Territorio” (1984), libro con el que yo descubrí al poeta). Las características más relevantes de su poesía ya sobresalen en este libro y se irán afirmando en todos los siguientes, aunque en los últimos títulos la dicción se ha ido depurando en detrimento de la narratividad. El poema gana así, gracias a la contención expresiva, lirismo y ambigüedad semántica. Una de las señas de identidad de esta poesía es la unión de reflexión y naturaleza. El lugar donde se propicia el canto posee una importancia primordial en un poeta que observa el mundo con una inusitada benevolencia, que se siente parte del entorno, pero también de los objetos. Todo ello conforma un entramado familiar que necesita ser enunciado a modo de agradecimiento: «Una sola mirada de sosiego / bastará a quien dispone su alianza / entre el azar y el mundo confundida / en la sombra que es y no al ocaso». Los lugares de la meditación propician además el encuentro con uno mismo y, por ende, no esconden la incertidumbre de buscarse a sí mismo, de no saber bien quién se es: «Así desde la noche, en el origen, / en el turbio presente casi exacto / de una vida pasada inútilmente, / ese ser que yo he sido ―sin conciencia / siquiera de saberlo―, la figura / que ahora me contempla», el ser que encuentra una razón de permanencia cualquier instante que alimente su conciencia de estar vivo. La poesía de Álvaro Valverde es una especie de oración laica y, como total, no necesita altares o púlpitos, solo «un paisaje próximo / donde es fácil sentir / la apariencia de un orden, / la sencilla armonía de lo vivo y lo ausente, /la verdad, la belleza / de la luz que se gasta. / Un lugar donde, a solas, / ser simplemente, un hombre». En versos como estos percibimos ecos de poetas contemporáneos como Joan Vinyoli, Gabriel Ferrater o Valente, pero también de los místicos españoles, sobre todo de fray Luis. Como afirma con buen tino Muñoz Millanes, «La meditación arranca del presentimiento de algo intangible, de algo que está más allá del reducido espacio, del lugar que, con su especial configuración, lo inspira». El lugar, los lugares son muy concretos y tienen que ver con su propia imagen de la realidad, pero no siempre. Los viajes ponen al poeta en contacto con lo desconocido y este, huyendo de la mirada sumisa, se detiene a observar sin prejuicios, viéndolo todos con los ojos del extrañado, palabra que utilizamos en su varios doble acepción. Al salir de su espacio natural, Valverde no lo echa de menos. Se adapta a su nuevo entorno y disfruta embebido de los ecos de la ciudad por la que deambula como un flâneur baudeleriano. De nuevo nos valemos de palabras de Muñoz Millanes: «Álvaro Valverde privilegia el lugar en sí, el entorno, el detrimento de la meditación que su composición inspira. Presta más atención al lugar físico que a su interpretación. En su poesía […] la sensibilidad (el impacto material del lugar) predomina sobre la evocación o la reflexión que genera». Las impresiones que suscitan tanto el entorno natural ―muy vinculado a su presente, pero también a su pasado― y espacio urbano, más ceñido a experiencias coyunturales, se funden no solo en el pensamiento, sino en la palabra. Álvaro Valverde medita en voz baja, como si el fuera su único interlocutor, y para eso no precisa hacer uso de un lenguaje enfático ni de una ensortijada retórica. Sus poemas gozan de una enorme legibilidad, por eso, quizá, nos resulta sencillo ser uno más que contempla, otro que se mira en un paisaje interior que, aunque ajeno, guarda muchas similitudes con el de cada uno de nosotros. Esta identificación solo es posible gracias a la poesía verdadera. Lo demás merece el silencio.
 
Reseña publicada en El Diario Montañés, 11/10/2024

8.10.24

¿A qué esperan?


Hay acciones culturales realmente minoritarias que son fuente y plataforma primordial de los valores compartidos por la sociedad y cuyo éxito depende de hacer comprender a los agentes interesados el impacto social y económico que estas tienen.
Sabemos que la programación o creación de una actividad cultural puede estar determinada por líneas de actuación y fines diferentes: satisfacer las demandas del público, complacer las de los políticos, adaptarse a las mejores ofertas de creadores y productores, formar y estimular al público…
Sólo por su valor material los humildes ajuares (sábanas, enaguas, refajos, zapatos…), recobrados y expuestos en un museo (el Etnográfico y Textil 'Pérez Enciso' de Plasencia), no se hubiese recuperado un patrimonio fundamental para comprender nuestras raíces. Lo supo ver bien Manuel Veiga, el que fuera presidente de la Diputación cacereña.
El Archivo Municipal de Plasencia no sería hoy un centro de estudio y referencia para comprender nuestra historia sin la ordenación y catalogación de sus imprescindibles documentos. Lo entendió perfectamente su antigua archivera, Esther Sánchez Calle.
Perderemos mucha historia de la ciudad de Plasencia si no recuperamos el cementerio judío, y si no recogemos los estudios sobre la judería de Plasencia (que como tal no existe), sin los trabajos de los arqueólogos e historiares que se ocupan de clasificarlos y documentarlos, etc.
En todas estas «puestas en valor» (horrorosa locución), las instituciones han sido fundamentales. La cultura siempre ha estado ligada al Estado moderno (administraciones), que en multitud de casos asume el gasto de mantenimiento de los equipamientos (museísticos, arqueológicos, archivísticos, etc.).
En nuestra «memoria histórica» queremos pensar que cabe la reivindicación de Trazos del Salón: crear un Centro de Arte Contemporáneo a partir de la colección del Salón de Otoño/Obra Abierta, un fondo que reúne las condiciones expresadas más arriba para ponerse de una vez en marcha.
Y por eso sostenemos que el Ayuntamiento de Plasencia, la Diputación de Cáceres y la Junta de Extremadura, que reconocen la trascendencia de la cultura en la elevación de las personas y en la construcción social y comunitaria, deberían aplicar su legislación cultural cada vez más extensa y especializada. Y generar, promover e impulsar las condiciones desde sus órganos administrativos, para ejercer las funciones ordinarias de coordinación o enlace. Igualmente, deberían construir consorcios con personas jurídicas, si fuera necesario, para esa gestión coordinada. Y, por fin, facilitar infraestructuras, equipamiento y mantenimiento.
También los nuevos agentes privados, como las fundaciones con su mecenazgo, completan una importante labor de protección y agitación cultural.
Habría que insistir en que un museo es una actividad, no un lugar. Un lugar abierto a la creación, insertado y en conexión permanente con la sociedad, comprometido con la educación y en continua comunicación con otros museos y centros de arte. Y que un proyecto cultural existe aunque no exista todavía el edificio.
La actual fundación bancaria de la Caja de Extremadura (Unicaja Banco) debería seguir siendo ese agente activo y comprometido con la acción cultural de la ciudad de Plasencia y, aun con los cambios operados en su filosofía, concretar la presencia territorial de sus intervenciones y su representatividad colaborando con múltiples proyectos, grandes y pequeños, que generan actividad y puestos de trabajo y un valor económico con resultados sociales relevantes nada desdeñables.
Una cosa es «echar al olvido» los errores y los malosentendidos pretéritos (un gesto muy griego, como recordaba hace poco en otro contexto la historiadora Carmen Iglesias) y otra muy distinta que Trazos del Salón deje que su proyecto «caiga en el olvido». En nuestro caso, volver al pasado es sólo un paso necesario para revitalizar el presente e impulsar definitivamente el arte en esta ciudad hacia el futuro. ¿No lo merecemos?
En el caso de Trazos del Salón, el intento de conversar en los despachos para crear un espacio de exposición permanente en Plasencia, no parece tener éxito y tampoco debería asombrarnos. A la vista de lo sucedido, podría parecer que ningún «profano» es digno de incorporarse a una conversación si no pertenece a «la tribu» que la convoca.
Seguimos esperando una respuesta concreta para el centro de arte que acoja la colección del Salón de Otoño/Obra Abierta o para la cesión de la obra de Jiménez Carrero o para la quimérica recuperación del Sorolla recientemente adquirido por el Gobierno de España o para que los artistas locales tengan un espacio propio y estable.
No deseamos vaguedades o matizaciones, tal como nos viene sucediendo desde hace cinco años, lustro en el que todo transcurre con una monotonía aburrida y exasperante.

Este artículo, firmado por Santiago Antón y por mí, se ha publicado hoy en el diario HOY. 
La ilustración corresponde al cuadro "Ventanas 1 y 2", de Julián Gómez.

2.10.24

Nuevos poemas de Fernando Sanmartín



El poeta Fernando Sanmartín vuelve a la carga. Y lo hace como suele: en una colección exquisita y minoritaria (qué verdadera poesía no lo es), por breve (esto es una plaquette y no un libro), con la misma sutileza y elegancia que destilan sus versos. 
Archivo fotográfico es la quinta entrega de la colección Cuadernos del Mirador y fue impresa, cosida y encuadernada sobre papel verjurado crema el pasado 24 de julio en la ciudad jiennense y muy literaria de Úbeda; el mismo día, como reza en el colofón, pero de 1967, que Paul Celan leyó poemas en la Universidad de Friburgo delante, entre otros, del filósofo Martin Heidegger. 
Tengo en mis manos el ejemplar número 8 de una tirada no venal de 30 y viene firmado por su autor. La edición es preciosa. El diseño y su cuidado, justo es decirlo, corresponden a Francisco Sánchez Bellón y la viñeta de la cubierta es obra del pintor Pepe Cerdá. 
Sus páginas parecen, al abrirlo, metidas en un sobre gracias a la ingeniosa doblez de las solapas. Una joya para cualquier bibliófilo (su amigo Melero, por ejemplo) y, después de leerlo, para cualquier amante de la poesía. 
Al frente, una cita del poeta portugués Jorge de Sena: ... la orilla no pertenece al río.
El título no da lugar a equívocos. Ni el barco de la portada. De postales o estampas hablaría uno por aquello de que cada poema -son ocho en total- viaja, digamos, a un lugar. El primero sitúa la acción en Nueva York: "Perderse, a veces, / puede ser como lavar una herida". 
Desde el principio, Sanmartín es capaz de mezclar realidad e imaginación a base de comparaciones y metáforas sorprendentes. A uno le recuerda vagamente a Simic, otro explorador del misterio que se esconde ante nuestros ojos, en plena cotidianidad. Algo que desconcierta, no cabe duda. Un tono surrealizante, digamos, pero que no cae en el sinsentido, la boutade o el absurdo. Nada ortodoxo. Más que un mero juego. No en vano ha afirmado que "el surrealismo es un camino que en algún momento conviene tomar. (...) Me doy cuenta, y lo han dicho otros, que el surrealismo te adentra en una atmósfera de libertad que vale la pena". 
Si la poesía fuera un circo, entendido en su sentido más genuino y favorable (como el del Sol, que vi hace unos días en Sevilla), este hombre sería uno de sus mejores saltimbanquis.
En el segundo viajamos a Estambul. Pero no para hablar de esa ciudad o pasearla o describirla, sino para contar, en este caso, una situación que podría haber sucedido acaso en cualquier parte. 
(A rachas, el diarista y el narrador se cuelan en la escena de estos versos para ahondar con sigilo en el secreto.)
El tercero está dedicado a un lugar poético por excelencia: el silencio. "El silencio es feo / cuando llora la sal". El silencio / es un suburbio / en el que muchachos terribles / tiran piedras / a un oso ciego". "El silencio es lo repetido, / la oración de los sótanos, / el testamento último".
El cuarto, una enumeración borgeana (mejor que caótica, porque al fin y al cabo ésta tiene sentido). A partir de "Quiero ser...", "Quiero ir..." y "Quiero que...". Jonás, Miguel Strogoff, Mallarmé, linterna en la noche. A la tumba de Pedro de Osma, a la isla de Elba. "Quiero que la tristeza se convierta en un viejo caballo". 
El quinto nos traslada a una tarde de lluvia en Turín donde dice que no sabe "ahuyentar / lo inacabado". 
De nuevo las repeticiones en el sexto, sobre la base de "Desconozco si Hamlet...". Si "aspiró / a ser confuso", si "iba en taxi / hasta Brooklyn / para llenar de ceniza / el rumbo de sus brújulas", si en él "vivía un hombre tímido" o "se asomó / a Faulkner".
En el séptimo poema, el más emotivo, "está mi padre". Y su muerte cuando el poeta contaba trece años. "Soy una pintura negra de Goya". Un poema donde "no hay ruido / y sí mucha intemperie / porque la memoria es un idioma / que me produce insomnio". 
El octavo y último, muy breve, repite dos veces "Es hora / de". "Busco mi nombre / para desvestirme", concluye. 
"Un poema exige, a veces, mostrar con pocas palabras, lejos de cualquier envoltura, lo que se ha vivido", ha dicho Sanmartín, y no es mala poética.
Doy por hecho que estos poemas formarán parte de un libro futuro y que más de treinta lectores podrán disfrutarlos. Paciencia. 

26.9.24

Palabras que estremecen

No es la primera vez que da uno noticia del poeta, narrador, guionista y letrista de canciones Juan Gil Bengoa (Bilbao, 1958). De alguno de sus libros de poesía, quiero decir. El vasco ha tenido la buena idea de reunir en Postales del norte poemas éditos (de Los desiertos verdes, La noche cerca y Rwenzori) e inéditos sobre el tema del terrorismo. Del de ETA, conviene matizar, por más Bengoa haya escrito también sobre los GAL, cara y cruz de la misma moneda, y, más allá, de que el terrorismo sea un fenómeno universal, facciones y siglas al margen. Hay, sí, mucho olvidadizo.
Leído de principio a fin, adelanto que no parece una muestra sino un libro unitario, tal vez porque todos los poemas abordan un mismo asunto, poco importa que estén escritos en fechas muy distintas (algunos hace veinte años) y sólo el último sea reciente.
Lo prologa otro poeta de allí, que conoce bien la obra de Gil Bengoa y aquellos “tiempos convulsos”: Aitor Francos. Alude éste a la “muerte por decreto”, a la costosa disidencia de “cualquiera que no comulgue con una doctrina impuesta por una ideología política”, a los protagonistas de esos poemas (anónimos o no), de una escritura “descarnadamente pesimista (que no triste)”, “al dolor producido por la sinrazón de la lucha armada, a las víctimas que fueron cayendo por un camino de silencio y olvido. Y al temor”. Por eso es tan oportuna esta lectura. O relectura, siquiera y en parte para algunos.
Uno lee estos versos y se sorprende de la sorpresa que le produce revivir unos hechos que no pocos vivimos. Y sufrimos, claro. Día sí y día también, durante décadas. Dolor y miedo, recuerda Francos. El blanqueamiento de los asesinos y de sus orgullosos herederos (propiciado por quienes detentan actualmente el poder y sus socios preferentes, dos partidos nacionalistas vascos entre ellos), el ominoso silencio (ya se dijo) que ha caído sobre aquella indignidad colectiva donde escasean los inocentes (esto es, los que ni actuaron, ni consintieron ni, en fin, miraron hacia otro lado), nada que ver con la sana política (aquello fue pura barbarie), ha conseguido que, en efecto, quien lea asista perplejo al escalofriante espectáculo ocasionado por esta repentina e intempestiva recuperación de la memoria. También histórica, por cierto, que no todo va a ser la maldita Guerra Civil.
A pesar de eso, que nadie se llame a engaño: este es un libro de poesía, no un documental (aunque algo de eso tenga) ni un reportaje periodístico (que también). Un testigo da fe de lo que pasa. De lo que pasó. Habla a veces en primera persona y otras recurre al monólogo dramático para ponerse en la piel de las víctimas, y aquí la palabra “víctimas” incluye no sólo a quien fue vil, cobardemente ejecutado (civiles o de las fuerzas de seguridad del Estado, mayores o menores, mujeres y hombres), sino también a su familia, a sus amigos o, ahora sí, a sus correligionarios políticos, tanto de izquierdas como de derechas, por utilizar la vieja terminología. A estos y, por extensión, al resto de ciudadanos dignos de tal nombre que poblábamos (cuando asesinaban) y poblamos este país. 
El volumen se abre con esta suerte de aforismo: “Una patria por encima de todas: la vida”. Está todo dicho. Lo que viene después se ocupa de defender esa idea. Se repasan situaciones reales que empiezan con el poema “Notificación”. En el primer verso la palabra “temblor”; en el último, “horror”. Luego, las rutinas de quien es un amenazado, los supervivientes (qué emocionante “En la ciudad al borde del mar”), el exilio (el de verdad: “A las puertas del norte”), la fragilidad, el gesto de quien, en el malecón, respira hondo siquiera un momento, los mapas (“evocar rincones de la memoria / e imaginar los lugares (...) / que tanto anhelo”; el Midi, por ejemplo), el box del hospital donde alguien se debate entre la vida y la muerte (conviene anotar que Gil Bengoa es un profesional sanitario), los funerales y los camposantos, la melancolía (y una pregunta clave: “Si no participé en ninguna guerra, / ¿por qué fui declarado enemigo?”), los escoltas (léase “En mitad del invierno”, tipográficamente acertado), la “dulce inercia” y la autocensura, la reflexión personal sobre el asunto (“Al margen”, “Declinación”, “Patio”, “Pesadumbre”), el miedo (“Vecino”)...
Poemas tan certeros como un tiro a quemarropa, si se me permite la cruel comparación. Tal el titulado “Intramuros”: “Hay lugares / donde sien y nuca / son palabras / que estremecen // de veras”. O “La frontera”: “¿Qué es lo que hizo mi padre  / para que lo mataran como a un perro?”). Tan lúcidos como “Demolición”. 
En “Desalojos”, una afirmación inquietante: “Por fin la libertad qué libertad”. “Os envilecen las palabras patria y bandera” y “He visto hombres asentados en el odio riéndose de sus víctimas”, leemos en otro. En la misma línea, “Dialéctica”, que termina: “escuches testimonio o semblanzas // recuerda / que no hubo campos de batalla”. Ah, los relatos. Urdidos con mentiras. Y una advertencia: “si callaste entonces / cuando pudiste / hablar // no hables ahora / cuando ellos / callan”. 
En la coda final, estos últimos versos: “Ya ves / viajero/ los tiempos van cambiando / aunque el dolor (lo ignoras) persista”. Maldito olvido. El que pretende evitar este puñado de poemas que vuelven a demostrar la capital importancia de la poesía. Gil Bengoa, un valiente, ha logrado salir con buen pie de tan complicado malabarismo. Que ladren. 

Juan Gil Bengoa
Vitruvio, Madrid, 2024. 75 páginas.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista digital EL CUADERNO


25.9.24

Krasznahorkai y Extremadura

Leo la espléndida entrevista que le hace
Nuria Azancot (en El Cultural) a László Krasznahorkai y me acuerdo de mi añorado amigo Antonio Franco, que en 2009, cuando sólo se había publicado en España un título del escritor húngaro (por Acantilado, su sello de referencia), propició la edición de El último lobo en la colección Territorios escritos de la Fundación Ortega Muñoz (cuidada y diseñada por Julián Rodríguez y en traducción de Adan Kovacsics).
El crítico Enrique García Fuentes escribió: "Desde la barra de un bar de un multiétnico barrio de Berlín, el “Sparschwein”, sito en la “Haupttstrasse, y ante una botella de “Sternburger” (una sola cada vez), un personaje, una especie de escritor acabado (claro trasunto del propio autor, aunque constantemente juegue con el equívoco) va explicando al cada vez más atento camarero húngaro que le despacha la curiosa peripecia de cómo vino a Extremadura y lo que aquí encontró. La situación es francamente tan novelesca como atrayente, ¿qué tienen que ver este casi desahuciado autor con una región donde no hay nada?, pues, como le dicen, se trata de un «territorio enorme, despiadado, desierto, llano, con algunas pequeñas regiones montañosas aquí y allá, sobre todo en las proximidades de la frontera, una aridez tremenda, montañas peladas, tierras resquebrajadas, sin apenas gente, porque la vida allí es durísima, profunda miseria y árido vacío». ¿Qué escribir sobre todo ello?". 
De eso va el libro y sí, Krasznahorkai lo escribió a partir de una invitación a visitar esta región realizada por el que fuera director del MEIAC y responsable, mientras vivió, de la citada Fundación. Ese era el espíritu de una colección que reúne sólo tres títulos; además de éste, sendas obras del filósofo alemán Peter Sloterdijk (El reino de la fortuna, seguido del ensayo de Isidoro Reguera "Extremadura, Renacimiento, Fortuna") y del polígrafo salmantino Fernando de la Flor (Las Hurdes. El texto del mundo).
Justo es recordarlo en este momento, cuando el húngaro residente en Berlín, eterno candidato al Nobel (como suele decirse), "el mayor escritor secreto para los lectores secretos", goza de un merecido prestigio y nueve de sus libros están ya traducidos al español.
La razón de su visita a nuestro país es, por cierto, la concesión (en Tánger) del Premio Formentor.





23.9.24

Dos isleños cosmopolitas: Llop y Juncosa

Esta entrada no pretende ser una reseña. Por sistema, y salvo excepciones, sólo escribo sobre libros de poesía. Mi atrevimiento tiene un límite. Por otra parte, no tengo muy claro si estos no lo son, a pesar de que estén editados en prestigiosas colecciones de narrativa. Sí sé que sus autores son dos poetas. Y de cuerpo entero. Lo que en última instancia no me parecía de recibo era dejar de consignar aquí ―esto es, ante todo, un diario de lecturas― el placer que me han deparado esas páginas, más en medio de un verano tórrido y agobiante donde no han faltado, en lo personal, como les pasa a todos, algunos problemillas y otras tantas alegrías, suma perfecta para que uno se aleje sin querer de los libros. 
De Llop y de su obra ya ha dicho uno bastante como para que el asiduo visitante de este cuaderno desconozca el aprecio tengo por cuanto escribe. Digamos que Si una mañana de verano, un viajero (el título homenajea a Italo Calvino, a su Se una notte d'inverno un viaggiatore) es una nueva vuelta de tuerca a ese mundo que siento tan cercano, a pesar de todas las distancias (geográficas, literarias y vitales) que nos separan. Para mí, uno de sus mejores libros. En línea con otros admirables, como Solsticio (con el que tanto tiene que ver: otro verano, este de infancia) y En la ciudad sumergida (con Palma al fondo). También con su poesía, que reunió bajo el oportunísimo título de Mediterráneos. No estaría de más consultar uno de los libros de Llop que prefiero: el de sus conversaciones con Daniel Capó y Nadal Suau. 
Tengo mi ejemplar demasiado subrayado con lápiz como para destacar esto o aquello. Me ha gustado de principio a fin, un poema magnífico. Para empezar, es uno de esos libros que nadie sabe cómo clasificar. Porque, además de poesía (lo recalco), es novela (al modo de Trapiello, la que toda vida lleva aparejada), diario (el de sus rutinarios pero apasionantes días en la isla, en una casa y en otra, Sa Marina y Valldemossa, siempre con la presencia poderosa del mar, en familia, con amigos, paseando) y ensayo (metaliterario, por ponerle un apellido, poblado de las obras de sus autores dilectos, sus lecturas de cabecera). ¿Autobiografía?, sí, por supuesto, pero debidamente cocinada, como uno de esos pescados recién salidos del agua que Llop prepara al aire libre y que necesitan pocos condimentos para estar deliciosos: un poco de aceite, sal...
Sorteando esas insalvables distancias a que antes me refería, no he podido por menos que acordarme, mientras leía, del molino familiar y sus estíos gloriosos; del pasado ya, como su primera casa. Esta al borde del mar (el Mediterráneo, casi nada), el otro al lado de una modesta garganta enclavada en lo más profundo de Extremadura (la del Obispo, por más señas). Este y Oeste, levante y poniente. Con todo, ya digo, como uno se lee en lo que otros escriben, las similitudes... Y como común ruido de fondo, el soplo del siroco. El real, el imaginado. 
En uno de los capítulos más entretenidos y sorprendentes del libro, "El príncipe de Baluchistán", aparece como artista invitado su amigo Enrique Juncosa, el poeta palmesano, como Llop, autor de una decena de libros de poesía, comisario de exposiciones y experto en arte, además de ser uno de nuestros más cosmopolitas conciudadanos, habitual asimismo de este blog
En 2014 dio a la imprenta Los hedonistas (Los libros del lince), un puñado de relatos. Vuelve a ese formato en Los lagartos divinos, que me ha encantado. No uso la palabra al azar. Algo de magia tienen estos cuentos, por más que en uno de los casos: "El meridiano de la desesperanza", yo hablaría incluso de nouvelle, y no de novela por decisión de Juncosa. 
Escritos con un estilo elegante, directo y efectivo ―como en el caso de Llop, pura poesía a rachas―, nos llevan a lugares lejanos y hasta exóticos (Londres, Nueva York, Ibiza, Río Muni, Brasil, Extremo Oriente...)  y nos cuentan historias tan sorprendentes como ordinarias, siempre y cuando uno sea un músico de élite, un pintor afamado, un filósofo perdido, un arquitecto paisajista, un independentista en Fiume, una hippy sesentera, una pija catalana, etc. Por medio, numerosos personajes reales: la poeta Elisabeth Bishop, la artista Marina Abramović, el pensador Federico Nietzsche, el escritor Gabriele d'Annunzio, la pintora de flores Margaret Mee, etc. 
Como en su poesía, el culturalismo es marca de la casa. Con naturalidad: lo normal, está claro, en un hombre viajado y culto como Juncosa. Amigo, como Llop, de los bibelots, por ejemplo, rastros hermosos de un nomadismo impenitente. 
A uno estas atmósferas le recuerdan las de la alta comedia del mejor cine norteamericano. 
Sobresalen las descripciones (de telas, de casas, de paisajes, de ciudades y lugares, de personas...), la riqueza de imágenes y, cómo no, tanto o más, las propias intrigas y situaciones que cada uno de los nueve relatos plantea. Juncosa, ya se ve, es un tipo inteligente y sus pequeñas tramas nunca decepcionan. Sabe, en fin, de qué habla. Posee un mundo. 
Pues eso, que tengo la impresión de que algunos lectores coincidirán conmigo en la elección de estos dos libros que, podría decirse, me salvaron, siquiera en parte, el maldito verano. El primero de mi abuelidad. Bendito sea. 

22.9.24

En Heraldo, ayer

Fernando Sanmartín me envío a primera hora esta fotografía. José Luis Melero, unas horas después, me preguntó si estaba informado e hizo alusión a una posible errata en esta breve nota de Antón Castro sobre la aparición de Meditaciones del lugar

NOVEDAD UNA ANTOLOGÍA POÉTICA DE ÁLVARO VALVERDE

Hay poetas que parecen no llamar la atención: escriben, dibujan la luz de la razón, meditan en el centro de la naturaleza y en el bullir de las ciudades, y lo hacen con una naturalidad que parece eludir siempre la afectación [o la naturalidad]. Uno de esos poetas, que escribe a favor de una verdad íntima y sincera, es el galardonado Álvaro Valverde (Plasencia, Cáceres, 1959).
Habitual autor de Tusquets, y de la colección Nuevos Textos Sagrados, ahora José Muñoz Millanes ha preparado una antología poética, de 1989 a 2018, 30 años de poesía, en 'Meditaciones del lugar', en Pre-Textos. El título es tan explícito como exacto: se seleccionan poemas de todos sus libros que ahondan en primer lugar en una calma habitada, en la sensualidad y en un hechizo que es armonioso y muy sugerente, y también en algo que define a Valverde: su noble condición de cazador de instantes emotivos. AC.






19.9.24

A la sombra del tiempo

Carlos Permanyer nació en Barcelona y vive entre Castelldefels, donde está la casa familiar, y Andorra, donde trabaja como director creativo en el mundo de la publicidad y de la comunicación. Sus creaciones han recibido numerosos premios nacionales e internacionales (Cannes, Nueva York, Londres, Barcelona, Buenos Aires, San Sebastián…). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de su ciudad natal, confiesa que su pasión por la poesía le viene de la adolescencia, cuando leyó en clase por primera vez versos de Lope, Góngora o Quevedo; de Bécquer más adelante. A pesar de eso, su escritura ha sido casi secreta hasta ahora. Su ópera prima es tardía. En 2020 publicó Memoria de las nubes, un libro del que Eloy Sánchez Rosillo dijo: “Me parece un libro hermoso y verdadero. Los poemas son leves y delicados, sin retóricas vanas e inútiles. Tiene emoción, y todos los poemas juntos configuran tu mundo, un mundo sugestivo y habitable”. A la espera de la aparición del segundo, Fingir entonces, en manos desde hace tiempo de un editor, ve la luz Hellegado hasta aquí. En esta ocasión, el citado Sánchez Rosillo, escribe: “Me ha conmovido. Está empapado de melancolía, pero también, por debajo o por encima de ella, hay una extraña alegría por el don de haber vivido. Todos esos recuerdos de los que hablas valen su peso en oro. Los poemas están dichos con sencillez y hondura, con mucho sentimiento y amor por la vida. Nada se pierde. Todo está en tu corazón y en tu memoria, y forma parte de tu presente. No hay asomo de retórica en ningún poema. En realidad, todos son como partes de un poema único”. A este elogio se suma, también en la contracubierta, un incisivo texto, en forma de carta, de otro poeta, Basilio Sánchez, que, por su interés, copio entero a continuación: “He llegado hasta aquí es muy hermoso. De tono muy cernudiano y con un ritmo equilibrado y sereno, la tuya es una poética sobre la memoria y sobre la añoranza de una existencia anterior no disociada aún de la naturaleza y el paisaje en la que todavía nos era posible relacionarnos cordialmente con las cosas. Una poesía atenta a los sonidos ocultos de lo que nos rodea y a las sensaciones más elementales del vivir cotidiano, pero escrita, también, desde el escepticismo y el desencanto en medio de una época que ha renunciado a la lentitud y extraviado su rumbo. Una forma de escritura que es un rescoldo último y una forma de resistencia, la expresión sin alardes de una fe en lo concreto y en lo sencillo de una manera de vivir despojada y elemental. Una renuncia voluntaria y explícita a todo lo que nos conduce al abandono de una infancia humana razonablemente feliz, acompasada, en sus pequeñas cosas y en los gestos dulcificados por la costumbre, con la misma existencia. Yo creo que, si algo queda que merezca la pena en esta vida, permanece agazapado en lo discreto, en el brillo cegador —para el que vive atento, para el que aún es capaz de sostener la mirada— de los pequeños acontecimientos inesperados e imprevisibles que llenan nuestros días, y en los seres humildes. La poesía necesita, porque lo necesitamos nosotros, de esta mirada sensitiva sobre el mundo, de este lenguaje limpio que se nutre del fervor y de una honda sumersión en las complejas relaciones del individuo consigo mismo y con la realidad en la que vive”.
Lo esencial ya está dicho en las palabras de Rosillo y Sánchez. El lector colige de inmediato que la poesía de Permanyer habita en un ámbito semejante al de esos dos poetas “de la claridad”, rótulo (no exactamente el mismo de “línea clara” de Luis Alberto de Cuenca ni el de “poesía figurativa” de García Martín) que utilicé en cierta ocasión para comentar sendas obras poéticas de Antonio Moreno y Antonio Cáceres pero que podría hacerse extensivo a las de José Mateos, Antonio Cabrera, Andrés Trapiello o Juan Peña, pongo por caso.
Abre el libro ―tras la dedicatoria a su mujer y a sus dos hijos― una anotación de Ramón Gaya (un pintor claro por excelencia), “Los momentos provisionales”, que dice: “Un día nos damos cuenta de que todos esos momentos vividos de refilón, de pasada, un poco a la ligera, provisionalmente, son también ellos momentos claves, decisivos, que van a imprimir en nosotros conclusiones decisivas; nos damos cuenta de que esos momentos que nos parecieron insignificantes y que tomáramos, cuando mucho, por una especie de media vida, de fragmentos de vida, vienen a ser, en realidad, y al final, nuestra mayor y mejor experiencia de vida real, de una vida real más verdadera, como más sorprendida en su verdad...”.
El título da una pista fiable de lo que viene después. De un recuento se trata. De volver la vista atrás y, con una vida vivida en abundancia, evocar esos momentos tan provisionales como decisivos que han formado parte de la verdadera existencia: la real.
La memoria aquí lo es todo: “No se vuelve al origen. / Se vuelve a la memoria”. La de un ser contemplativo que observa el paisaje mientras medita sobre esos fragmentos vitales que no ha sido capaz de engullir la rueda inexorable del tiempo. Esas imágenes, que a veces duda si fingidas o reales, dan pie a los poemas que componen He llegado hasta aquí. Siempre a lo Wordsworth: el poema como “emoción recordada en el sosiego”.
Queda todo muy bien expresado en el primer poema, “A la sombra del tiempo”: “Un secreto se esconde / entre las flores, / a la sombra del tiempo. / Como memoria indeleble / de los días que fueron. / Lo que ya hemos perdido / y guarda el vacío”. Y sigue: “Es preciso volver. / Respirar el fervor / de una vida lejana”.
El tono elegíaco se aprecia bien en poemas como “Desviaron el cauce del río” (“Derribaron las tapias. Los secretos.”) o “He llegado hasta aquí” (“Hay un paisaje oculto / al que tú perteneces. / Si te paras y observas, / lo reconoces.”).
Se repite un motivo central: el del jardín: “Por paraíso, un jardín”. Un jardín que da a una antigua casa (“donde hubo vida, / persevera el olvido”) y, ya allí, a la infancia: “Vivíamos al borde / de una antigua verdad. / Que el futuro ya había / pasado”. Casa y jardín que resucita en “Origen”, “Lo insignificante” y en “Lejos del mundo”, por ejemplo.
Dije infancia pero también añadiría juventud: “Aquí mi juventud / perdida ya, lejana”, leemos en “Tamariu”. El propio poeta ha dicho que estos poemas dan cuenta de “un tiempo donde transcurría la vida de forma más sencilla y esencial, integrada en el tiempo, participando de su transcurso y no como derrota”.
A otros lugares ―más allá del central, alrededor del cual gira el libro― se refiere Permanyer: a las islas (Canarias, donde residió durante años), al norte (Andorra, el valle), Sevilla (en un homenaje a Luis Cernuda)… Y ya que hablamos de lugares, parece pertinente hacer mención al mar y a la playa, que de nuevo le devuelven a la infancia. En “Y al final, el mar” o “La belleza del mundo”.
Porque entiende la poesía como método de conocimiento (algo que justificaba, entre otros, Carles Riba), las palabras (“un silencio espera”), la propia identidad, la soledad (“Una experiencia desoladora”) y su condición de lector (en una estancia en penumbra, que a uno le lleva a Eliseo Diego y su definición de poema como “conversación en la penumbra”) también están presentes.
Entre la realidad y el sueño (Cernuda de nuevo), la vida: “Vivir, / demasiado extraño”. “Era el mundo un sueño”.
Si tuviera que englobar todo lo leído en un solo término, diría que Permanyer defiende una poética de la humildad: “Aspiro a casi nada”.
Discreto, sin estridencias, el ritmo mesurado de sus versos se abre paso de forma natural, sin forzar nada. Se leen sin querer, podría decirse. Un poema te lleva a otro y el conjunto conforma una atmósfera armoniosa y habitable en la que es fácil permanecer. Donde la claridad, insisto, es evidente. Concluye: “Soy el resultado / de un paisaje que se extiende / dentro de mí. / Y cuyo sueño profundo / se diluye en el viento”.
“Este es un libro de poemas de tono elegíaco, de pérdidas, tanto de un territorio geográfico como vital o sentimental. Pero, al mismo tiempo, lo son de recuperación de un mundo desaparecido y, por eso mismo, de la memoria y de cierta afirmación de la vida y la identidad, así como de una íntima celebración”, escribe el autor en la “Palabras finales”. Y añade, “Poesía, pues, como salvación”. La suya, sí, pero también la de quienes se acerque a leer, con natural empatía, estos poemas.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO. La fotografía es del propio autor. 


He llegado hasta aquí
Carlos Permanyer
Libros del Aire, Santander, 2024. 55 páginas. 15 €