22.8.11

"Los ingrávidos", de Valeria Luiselli

Un sábado por la mañana, en El Quijote, tuve en las manos Papeles falsos, el primer libro de Valeria Luiselli. Lo recuerdo bien. No la conocía de nada. Me gustó el libro por fuera, publicado por Sexto Piso. También, una vez hojeado, por dentro. Era peculiar, sin duda. Al final lo dejé pasar y me quedé sin él. Después de leer Los ingrávidos, la primera novela de la joven Luiselli, volveré a buscarlo. Esta vez, debidamente informado, fui a tiro hecho. Entré en Quorum, la librería gaditana de la Calle Ancha, y pregunté por  el libro. Por suerte, estaba allí.
Escrita de manera breve y fragmentaria, como casi toda la literatura hispanoamericana de ahora, VL cuenta al mismo tiempo al menos dos historias -cada una con su voz- que al final se resuelven en una. Misterios de la narrativa. La de los últimos días en Nueva York del poeta y diplomático mexicano Gilberto Owen y la de una mujer de la misma nacionalidad, como la autora, que trabaja en esa misma ciudad y que, mientras escribe la novela vive con su marido y sus dos hijos: el mediano y la bebé.
Lo que empieza siendo un libro donde, quizás a la moda, lo ensayístico se mezcla con la memoria personal, la crónica con la ficción (por usar el rótulo de las próximas Conversaciones Literarias de Formentor), acaba resultando una novela muy bien tramada y mejor resuelta.
Como ha dicho otro novelista en alza, contemporáneo de Luiselli, el chileno Zambra, "En las páginas de este libro prevalece una incertidumbre plena y preciosa". También alude a personajes "locos o tristes" que, por seguir con su impresión, se pueden confundir, en efecto, con cualquiera de nosotros.
Owen piensa que en toda existencia hay muchas muertes. Él, que se ahogaba en alcohol, moría cada poco, a diario, y sus sucesivos fantasmas (también en una existencia hay muchas vidas) eran capaces de ver a otros: el de Ezra Pound en el metro, por ejemplo. En sus resurrecciones, seguía bebiendo, amaba a su manera, visitaba a sus hijos (cuando su ex le dejaba), cuidaba a sus gatos, emprendía, digamos, aventuras literarias con Zukofsky o Federico (G. Lorca), con quien coincide en el Harlem de finales del 20, la década que termina con el primer crac, y se iba quedando ciego.
No es esta, en fin, una novela para destripar sino una novela para leer con el debido detenimiento. Llena de matices y de múltiples lecturas, de reflexiones sobre las vidas de papel y sobre las de carne y hueso, no dejará indiferente a ningún lector. Para bien.