14.4.25

En Quimera

En el número 496 de la revista Quimera se ha publicado esta nota sobre Meditaciones del lugar
Gracias, Álex Chico.

Si una de las tareas más apasionantes para un escritor es ser capaz de construir un universo, la obra de Álvaro Valverde ha cumplido ese cometido de una forma fulgurante. Como redescubrimos en Meditaciones del lugar, su poesía convierte un mundo, el del autor, en el nuestro. Nos permite habitar sus poemas, perdernos en ellos, como quien recorre un territorio propio y ajeno.
Los poemas antologados aquí dan fe de ello. Por eso la obra de Valverde es una de las más sólidas y sugerentes de la poesía española contemporánea.





13.4.25

En el silencio de estas contemplaciones

El venezolano Ígor Barreto (San Fernando de Apure, 1952) reunió su poesía en El campo / El ascensor (1983-2013). Después llegaron El muro de Mandelshtam y La sombra del apostador
La edición de aquélla estuvo al cuidado de Antonio López Ortega, como la de Rasgos comunes, magna antología de poesía venezolana del siglo XX. Lo digo porque su afirmación –al frente del liminar de Inmundo– de que “Toda la poesía venezolana confluye en la obra de Igor Barreto” cobra pleno sentido. La conoce perfectamente. Cita a diferentes autores y no olvida que también converge “con la más alta poesía contemporánea” universal. Un “bagaje para urdir una poesía en la que el paisaje se ha hecho pensamiento”. Que ha evolucionado “hacia un estadio metafísico”. Teniendo en cuenta el “siglo portentoso” de esa tradición, no es poco que la suya esté entre las mejores. Se aprecia bien en este libro cuyo título remitiría a “in-mundo: esto es, lo que está dentro del mundo, o dentro de sí”. El poeta, afirma el prologuista, “nos entrega” en él “su propio canto general”. “Un recorrido que aspira a la totalidad”. De joven, Barreto “solía fantasear con una sociedad de poetas muertos”, un “guiño” que “evocaba la muerte del referente terrestre en la poesía venezolana” (de la que él sería “su último representante”); ahora, en Inmundo, “la tierra” se convierte “en cosmos, en totalidad significante”. Y por el “Kosmos” empieza, no sin antes citar a Lacan: “lo real es inmundo y hay que soportarlo”. 
Pronto, la conciencia de la escritura, “esa lengua arbitraria / que inventamos para aludir / las cosas mudas”. La silla, el rectángulo, el cuarzo, las cortinas. “La poesía es inmunda, / se escribe justo en el borde angustiante / de la frontera / del mundo”. Y redundante: “Yo reescribo / lo escrito”.  En “Hedor” leemos: “¿Quién ha dicho que de la fetidez / no emanan los poemas?”. La poesía –señala– “sólo prospera en el error”. Cree, en fin, que “la poesía se indigesta con tantas precisiones, y más le conviene nombrar al sesgo”.
Barreto suele proceder por series: poemas sobre el mismo asunto general, no siempre seguidos. Destacaría los que dedica a la naturaleza (paisajes, animales –aves, sobre todo– y vegetales, que metaforiza: “Urracas”, “Los pájaros semilleros”, ”Aragüaney”, “Heliotropos”, “Palmeras”); a la fotografía (reconoce que muchas composiciones están inspiradas en ellas: “La belleza pertenece / a lo pre-verbal); a la familia y su propia memoria personal (el abuelo “práctico”, la abuela “junto a su nieta”, su infancia, el amor, los recuerdos: “Somos / esas figuras que pasan / como carrozas fúnebres: / una modesta historia / que con ilusión pretendíamos ser”, leemos en “Álbum de familia”); a Rumanía (le dedica los nueve poemas que siguen a “Sueño rumano (1973-1979)”; por razones de estudio, vivió allí durante la dictadura de Ceauşescu: “Fuimos extraños / en un rincón de los Balcanes”); o a su país, Venezuela, con dolor (ahí, “nuestra bastardía triste /a la que aún obedecemos ciegamente”, “lo precario”, “¿Cómo hablar del obsceno presente?”, “Lo perdido”, “Al final sufrimos / la no pertenencia / y el no-lugar”, “El país arrojado / hacia la amnesia de los lotófagos”).  
Por libre, digamos, otros poemas memorables: “Traducciones” (complementario de “Tres poemas de Reiner Kunze”), “El viajero”, “El fantasma del hotel Majestic”, “Epidemia”... O los dos de tema taurino. Entre versos, las prosas de “Bagatelas” (cuatro). 
Alude Barreto al “habla comprensible”. Y al lenguaje de lo “real-cotidiano”. El tono de esta poesía concisa es conversacional. Narrativo en numerosas ocasiones. Su ritmo, parsimonioso y elegante. Lo meditativo se ajusta a la cadencia melancólica que atraviesa el conjunto. De una tristeza honda. Creo que Barreto ha conseguido al final su deseo: “Descubrir lo que no sabía / que sabía”.

Igor Barreto. 
Pre-Textos, Valencia, 2024. 214 páginas. 23 €

NOTA. Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL



10.4.25

Carta de Benicasim


Hace unos meses se puso en contacto conmigo Jacinta Negueruela, profesora jubilada del instituto Violant de Casalduch de Benicasim (en valenciano, Benicàssim) para anunciarme que me escribiría otra profesora del centro, Irene Costa, quien coordina los encuentros literarios "Vivir la palabra", que aquélla fundó en 1988. Querían invitarme a participar en el correspondiente al año en curso. Acepté, por más que uno se prodigue poco por esas lecturas didácticas que, en verdad, sólo me han dado alegrías. Por el trato dispensado por sus entusiastas organizadores y por el interés del público que acude: los adolescentes alumnos de secundaria y bachillerato, tan denostado sin razón. Esa es al menos mi experiencia. 
Era además un honor sumarse a una larga lista de poetas, sobre todo, admirados los más, que me antecedieron. Aquí puede consultarse esa nómina a falta de la anterior participante: Ana Merino, en 2021. Y con más detalles en el blog Litterae. El año pasado falló a última hora Jenaro Talens. Y eso estuvo a punto de suceder conmigo. Por la misma causa que me impidió asistir a la presentación madrileña de la antología de Pre-Textos. El afán de la profesora Costa y del equipo directivo del IES lograron que pudiéramos fijar una nueva fecha. En ese intermedio, la Subdirección General de Promoción del Libro, la Lectura y las Letras Españolas del Ministerio de Cultura de España tuvo a bien aprobar la ayuda correspondiente, denegada en principio porque consideraban que ya habían recibido bastantes escritores a lo largo de los años. Se castigaba, así, la esforzada labor de décadas (con la engorrosa burocracia que conlleva), una tarea que la mayor parte de los centros educativos eluden. 
No cabe duda de que el viaje desde Plasencia, a poniente, hasta Benicasim, a levante, es largo. Como esto es Extremadura, lo del tren se descartó pronto. Es cierto que las nuevas autovías castellano-manchegas acortan algo el trayecto. Lo peor: el intenso tráfico. Desde Requena y hasta nuestro destino, insoportable. Y peligroso. Los camiones... Casi tanto como las comidas en los locales de carretera. Uno rara vez acierta. En una escapada reciente a Gijón, con parada a la vuelta en nuestra querida y familiar Taramundi, a la altura de Ponferrada, tuvimos ocasión de presenciar una escena televisiva propia de un programa de Chicote: un camarero y un cocinero acabaron a tortas en la cocina. La bronca fue monumental. Esta vez, cerca de Utiel, era más probable meterse en la boca una mosca que un trozo de pechuga de pollo. Agobiante. Y asqueroso, sí. Por suerte, todo cambió radicalmente al llegar a Benicasim. Nos alojábamos en el famoso hotel Voramar. Una auténtica preciosidad. Un lugar con historia situado en un enclave idílico, a pie de playa (el mar rozó durante años sus muros). A los de interior esto... Bueno, con un matiz: mi mujer nació al borde del mar. Peor aún. 
El Voramar ha sido, primero, casa de baños; luego, restaurante; y después, hotel. Y durante la Guerra Civil, hospital militar (de ambos bandos, por allí pasó Miguel Hernández). Al final, hotel, además de escenario de novelas y películas. Normal. Basta con ver fotografías antiguas para enamorarse de él. Me contaba el editor Manuel Borrás que de pequeño veraneó en ese alojamiento con sus padres. Si a todo eso le unes el trato discreto y cordial y una confortable habitación con vistas...
Pudimos pasear la tarde de nuestra llegada, con tiempo desapacible (era mucho pedir que la nítida luz mediterránea nos acompañara), por delante de las numerosas villas del siglo pasado que aún se conservan. Entre ellas, la Biblioteca del Mar: Villa Ana. Imposible no sentir nostalgia de algo que nunca conocimos. 
Como daba uno por hecho, Irene Costa (que fue a buscarnos al hotel y presentó con solvencia el acto) es un encanto de persona. Sus compañeras (abundan ellas), otro tanto (en administración resolvieron el papeleo en un pis pas). El alumnado (seré políticamente correcto) se portó de maravilla. Lo mejor: sus preguntas. Algunos se acercaron al final para que les firmara el libro y eso dio ocasión a breves charlas, alguna graciosa.  
Volvimos al hotel para comer. Seis mujeres y dos hombres nos sentamos alrededor de una mesa redonda y bien puesta con vistas al mar para degustar, qué si no, un arroz. Un arroz auténtico, puntualizo. Con sepia y rape. Excelente. La conversación fue amena y se habló de literatura lo justo. Perfecto. No se censuró a nadie, cosa rara, y eso que alguna mención bien pudo propiciarlo. Se optó por la sensatez.


Apenas hora y media después ya estaba en el hall la librera. Nos iba a llevar en su coche a Noviembre, la librería donde estaba prevista la lectura de poemas. Sus dueñas son Mònica Bernat Socarrades y Celia Puchol Saura. El local está recién reformado y respira hospitalidad y calma. Se ve a las claras que saben de libros (porque leen, lo que no hacen todos los que los venden). Las estanterías hablaban por sí mismas: en ellas había libros seleccionados, no mecánicamente recibidos. Veinte años son muchos como para no saber de qué va ese ilustrado negocio. 
De la presentación se ocupó la mencionada Jacinta Negueruela. Por fin pude conocerla en persona. Pura sensibilidad. Además de promotora del ciclo señalado, es autora del libro de poemas Palabras bajo la piedra (Devenir) y, en la misma editorial, del ensayo Un arte presencial. De Yves Bonnefoy a Miquel Barceló y de la traducción de La poesía en voz alta. Tres ensayos y una entrevista, del poeta francés, con prólogo del desaparecido Andrés Sánchez Robayna y epílogo de ella. 
Se centró, con qué tino, en El cuarto del siroco, que es el libro que creímos más apropiado para los alumnos del instituto. Éramos pocos. Otra vez dos hombres entre un grupo de mujeres. Eso facilitó esa "conversación en la penumbra", hermosa definición del poema (de la poesía, diría uno) según Eliseo Diego, que allí mantuvimos. Habló, ya digo, Negueruela, leí algunos poemas y di algunas claves particulares del libro, respondí a algunas preguntas... Salimos contentos por el rato disfrutado, con unos cuentos para las nietinas y un libro sobre Tánger, para no perder la costumbre. 
El viaje de vuelta fue más llevadero en lo que al tráfico se refiere. Paramos en Tarancón a comer y un muchacho nos indicó en una rotonda del polígono cómo llegar a un restaurante "al que van los trabajadores" (no queríamos más sustos) y donde uno dio buena cuenta de un sustancioso cocido. Después, el diluvio, a la salida de aquel poblachón manchego; el sol, a la altura de Toledo, una vista que siempre impresiona; una tremenda granizada, por Talavera de la Reina, que obligó parar los vehículos en la calzada, y, para terminar, una tormenta con sus rayos y truenos por Malpartida de Plasencia, ya cerca de casa. 

9.4.25

L. S. LOWRY, PINTOR





Pinto lo que veo.
Pinto lo que siento.
Soy un hombre que pinta.
Nada más, nada menos.

Habla L. S. Lowry.
El de Pendlebury.
El de Lancashire.

Nunca se reconoció como artista.
No pocos confunden
su pintura sencilla y esquemática
–la del hombre que fue–
con la de un pintor dominguero
Parece la de alguien con un hobby;
sin embargo, no fue un aficionado.

Pintaba sólo aquello que veía.
Sobre todo, escenas industriales
del frío noroeste de Inglaterra.
Podía percibir luces y atmósferas
en los lugares más inhóspitos.
Puentes, viaductos, calles…

Capturó para siempre aquella vida.
Su verdad, su crudeza.
A favor del recuerdo y en contra del olvido.
Se sabía uno más
de aquella humanidad superviviente.

Pintó tal vez para matar el tiempo,
noche tras noche, en la buhardilla,
cuando todo está inerte, decía,
y uno a salvo.
En soledad, acompañado
del penetrante olor a trementina
y el silbido del gas.

Al parecer fue un hombre solo.
Pusieron en su boca estas dos frases:
Las multitudes pueden ser
los lugares más solitarios.

Y: Me acechan las almas solitarias.
También: No necesito a nadie.

Solía subir a un páramo cercano
para observar el mundo como un pájaro.
La ciudad y el paisaje.
Vapor, humos y fuegos
que ardían en las fraguas de las fábricas.

Aunque la crítica y su madre
no creyeran en él,
Bernstein, el galerista,
subrayó que era auténtico.
Le dijo en una carta
que en su obra nada estaba creado
de forma artificial,
desde la semejanza o la representación.
Que todo estaba concebido
–le escribió– desde la pura
expresión del sentimiento.
Lo envolvía el misterio, añadió,
que él asemejó con la poesía.

Soy un hombre sencillo
que emplea materiales simples
.
Y colores como el negro marfil,
el bermellón y el azul de Prusia,
el ocre amarillo o el blanco.
Me gustan los aceites, afirmó.

Sólo un hombre que pinta.
Nada más, nada menos.

NOTA. Este poema se ha publicado en el número 153-154 de la revista Turia.
Lo ilustra un cuadro de Lowry: "Going to Work" (1943). 

7.4.25

Apuntes del natural

Más vida, de José Saborit (Valencia, 1960), es un libro meridiano. Por su tono, de línea clara, y por la luz mediterránea que lo ilumina. Que el poeta sea pintor (y teórico del arte), dota a su poesía de una gama de detalles que difícilmente podría mostrar quien se limita, digamos, a escribir versos. Sin esa perspectiva añadida, quiero decir. 
Autor de los libros de poesía Flor de sal, La eternidad y un día, La misma savia, Carta al hijo y Con los ojos de nadie, en Más vida, no hace falta más que leer el título, celebra la existencia por encima de lo que ésta tenga de penosa por culpa de los sufrimientos y las penalidades, de las amarguras y las pérdidas. Es una actitud vital que comparte con otros poetas que son además amigos, levantinos como él: Marzal, Gallego, Moreno... Y Lola Mascarell, por supuesto, dedicataria del libro y protagonista del poema “Quédate quieta”. Discípulos aventajados (dicho con afecto) de Francisco Brines, una suerte de dios tutelar, de cuya poesía tomaron lo hímnico, en detrimento de su marcado componente elegíaco. 
“Uno soñaba hace años con escribir un ensayo sobre la alegría en la historia de la literatura, que es un libro en el que la poesía española iba a tener más bien poco que decir: hay mucha, sí, pero siempre a costa de otras cosas, conseguida tras superar enormes obstáculos y reveses, al estilo del «llegué por el dolor a la alegría» de José Hierro”, escribía aquí atrás el crítico Juan Marqués en The Objective. Aquí, sin embargo, parece brotar de la misma forma natural con la que Saborit es capaz de expresar cuanto le sucede y pasa. Y con un ritmo, cabe añadir, hipnótico, propio de alguien que tiene, sí, buen oído. Y que domina el oficio. Basta con leer “La perfecta alegría”, con cita de Francisco de Asís. O “Los tristes”, un poema logrado y memorable, dedicado a otro recién llegado a la comunidad de los alegres, el monje salmantino Víctor Herrero. 
Hay mucha naturaleza en estos poemas, escritos, o eso parece, en pleno campo. Logrados apuntes del natural, diría el pintor. “Cítricos”, por ejemplo (“Nada sé de su trágica acidez, / nada de su agridulce metafísica”), o “Arden los árboles”, “Julio”, “Sábado por la mañana” y “El pastor en la roca”. Una naturaleza circunscrita al interior valenciano que ya estaba muy presente en su libro de prosas, escrito a modo de diario, Perspectiva aérea
Con todo, es el nacimiento de la hija lo que centra buena parte de sus reflexiones: “Encinta”, “Amor” (“Antes de que nacieras ya te amaba”), “Lucía la mañana” (la niña que comparte con Lola, su madre, la dedicatoria del volumen), “Primer gesto”, “Mamá” o “Suite para Lucía”. Otro poema, ”Imagino tus manos”, está dedicado “A mi hijo”. Doble paternidad, por tanto. Recuérdese que un libro anterior se titulaba Carta al hijo.
En otras ocasiones es el poeta quien se vuelve niño y recuerda. En ”Papá (donde el hijo es él) y “Simbad” regresa a la infancia. 
Utilicé antes el adjetivo “reflexiva” y sí, esta poesía es de sesgo meditativo (léase “De lo que apenas puede hablarse”, “Fajador” o “Soledad), aunque nunca olvide el canto, donde se acentúa su vis lírica. 
Lo cotidiano es fuente de inspiración, poco importa si es la vista de un viejo aparador, un vaso de vino, un ladrillo que les regala un amigo, un plumier, las moscas, una hoja de acelga, las flores, un espejo, las tijera de su padre, una piña... A “la prosodia / de las cosas sencillas” se refiere en un momento dado. 
“Que las palabras salvan”, como Saborit escribe, se constata después de leer este libro. A conciencia verdadero.

Más vida
José Saborit
Pre-Textos, Valencia, 2025. 76 páginas. 15 €

NOTA: Esta entrevista se ha publicado en la revista digital EL CUADERNO

Acuarelas florales del autor


30.3.25

López Andrada lee "Lecturas a poniente"


UN ARCO IRIS DE VOCES EXTREMEÑAS

El escritor Álvaro Valverde analiza la poesía reciente de Extremadura en el libro 'Lecturas a poniente'

Por Alejandro López Andrada

Quizá sea porque estuve a punto de nacer en un pueblo pacense, en el blando corazón de la Serena, por lo que amo a esta tierra de lagos luminosos, llanuras de oro y espléndidos poetas. De lo último habla este suculento libro, ‘Lecturas a poniente’, donde el escritor Álvaro Valverde reúne jugosos análisis críticos de poemarios escritos por autores de Extremadura, una de las regiones que mejores voces poéticas ha dado en las décadas últimas: uno de ellos, sin duda, es Álvaro Valverde, uno de los poetas más auténticos y singulares de nuestro país, autor de títulos como ‘Una oculta razón’ (Visor, 1991, IV Premio Internacional de Poesía Loewe); ‘A debida distancia’ (Hiperión, 1993), Premio Ricardo Molina Ciudad de Córdoba; ‘Ensayando círculos’ (Tusquets, 1995); "Mecánica terrestre’ (Tusquets, 2004); ‘Mas allá de Tánger’ (2014)y, su más reciente, ‘Sobre el azar del mapa’ (Tusquets, 2023).
Por otro lado, también es autor de la novela ‘La muralla del mundo’ (Algaida, 2000), con la que fue finalista del Premio Café Gijón, y de ‘Alguien que no existe’ (Seix Barral, 2005). Asimismo, el autor placentino ejerce la crítica literaria y se ha adentrado en el territorio del ensayo.
Precisamente, este hermoso volumen, ‘Lecturas a poniente’, editado en la colección "Perspectivas’ por la Editora Regional de Extremadura, tiene mucho de materia ensayística, de sabroso análisis e indagación en la poesía extremeña de las últimas décadas. Así, el lector que se adentra en esta obra muy bien ordenada e impecablemente escrita halla un atractivo fresco literario, un sustancioso y poético arco iris recopilatorio trenzado por Álvaro a lo largo de los años, desde 2005 a 2024, donde hay voces líricas de varios timbres y tonalidades. Una de esas voces, extraordinaria a mi modo de ver, es la de Basilio Sánchez (Cáceres, 1958), poeta de enorme calidad que ha dado a la luz libros como ‘Para guardar el sueño’ (Visor, 2003); ‘Las estaciones lentas’ (Visor, 2008); ‘Cristalizaciones’ (Hiperión, 2013), y, su más reciente, ‘He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes’ (Visor, 2019), Premio Loewe, considerado el mejor poemario de ese año en distintos suplementos literarios de nuestro país.
Álvaro Valverde sabe diseccionar y adentrarse en obras de autores extremeños muy diversos, algunos de ellos por desgracia ya fallecidos, como es el caso de Ángel Campos Pámpano, poeta enorme y singularísimo que nos dejó títulos inolvidables como su memorable ‘La ciudad blanca’ (Pre-Textos, 1998), donde destellan versos como estos: «Sobre el río que es luz/ que no se nombra y arde/ y pasa y ya es olvido». Con mucho tino, Valverde define a Campos Pámpano como un poeta de la mirada y su actitud, dice, es la de «un paseante que mira con atención cuanto le rodea y está dispuesto a sorprenderse». Otros enormes poetas extremeños -ya fallecidos- citados en el volumen son Félix Grande y Santiago Castelo, el primero muy conocido, algo más desconocido el otro. Y también es reseñable el luminoso análisis sobre la poesía de tres grandes voces femeninas extremeñas: Pureza Canelo, Isla Correyero y Ada Salas. De la primera, Valverde analiza varios títulos fundamentales en su trayectoria reciente como, por ejemplo, ‘A todo lo no amado" (2011), Premio Ciudad de Torrevieja; ‘Oeste’ (2013) y ‘Retirada’ (2018). Así mismo, se centra en la poesía de Isla Correyero, autora de poemarios tan interesantes como ‘Diario de una enfermera’, que obtuvo el Premio Ricardo Molina en 1995, un libro que, como dice Valverde, se lee con un nudo en la garganta y está incluido en su antología ‘Mi bien’ (Visor, 2018). En cuanto a la poesía de Ada Salas, el autor de esta obra analiza ‘Limbo y otros poemas’ (Pre-Textos, 2013), y ‘Escribir y borrar. Antología esencial. 1994-2016’.
Por otro lado, también se habla en el volumen de dos jóvenes poetas interesantes, Azahara Palomeque y Julio César Galán. De la primera, se analiza ‘American poems’, editado en Isla de Siltolá. De este libro se resaltan versos como estos: «He de escribir la inocencia: que duela el frío, / que no me queme». En cuanto a la obra poética de Julio César Galán, Valverde se centra en su título ‘El primer día’, también editado en Isla de Siltolá, resaltando el carácter experimental de esta poesía. Curiosamente, aunque no aparece aquí, hay otro libro de Julio César Galán muy atractivo, titulado ‘Para comenzar todo de nuevo’, firmado con el seudónimo de Luis Yarza y editado en Trifaldi.

Lecturas a poniente
Álvaro Valverde 
Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2024.

NOTA. Esta reseña se ha publicado en el suplemento Cuadernos del Sur del Diario de Córdoba (29 de marzo de 2025).

29.3.25

Prúa entra en escena

La editorial vallisoletana Difácil ha abierto una colección particular dentro de la suya de poesía: Prúa. En asturiano, "lluvia fina". La que se identifica mejor con la lírica, que cala, pero poco a poco. La han puesto en marcha, con la generosa anuencia de César Sanz, cinco amigos gijoneses, los que conforman su consejo editorial: César Iglesias, José Luis Argüelles, José Carlos Díaz, Pedro Luis Menéndez y Juan Muñiz. Los de la antología Parada Gijón-Xixón Poemas, salvo Álvaro Díaz Huici (editor de Trea).
Inauguran la serie por todo lo alto, con los libros Poesías familiares y domésticas, de Fermín Herrero, y Pasajeros de andén, de Pedro Luis Menéndez. 
El primero reúne poemas del soriano "por lo general hogareñas, de andar por casa, sin ínfulas ni pretensiones sublimes". La subtitula "Una antología personal". Le ha puesto un prólogo Julio Llamazares, que la conoce de sobra. Un delantal de los bonitos y necesarios, cabe precisar. Dice del poeta que es uno de los "mejores de cuantos escriben hoy en España y en Europa" y que "pasará a la historia", algo que sus lectores ya sabíamos y que confirmarán cuantos se acerquen por primera vez (o no) a su poesía; "la mejor manera de entrar de lleno" en ella, como bien dice el autor de Memoria de la nieve
El título del libro de Menéndez hace alusión a las figuras de las maquetas ferroviarias, "viajeros que no viajan, que no suben a ningún tren, que solo miran cómo la vida pasa ante ellos". En la misma línea que los últimos libros de este poeta intermitente que parece haber encontrado la regularidad en los últimos años, estamos ante una poesía colmada de tristeza, muy norteña, apegada a la realidad, a la memoria (amores, sucesos) y a la decrepitud de la vejez. Machadiana "palabra esencial en el tiempo". Cierra el volumen una "Sextina barroca", a modo de poética, donde leemos estos versos: "Era esto la vida, humo y tiempo". "Era esto la vida, hora y sueño". "Era esto la vida, humo y sombra". 
Ojalá la colección cristalice y nos permita seguir leyendo libros que se sitúan en ese territorio literario tan especial que abarca el noroeste español. Un sentimiento (la señardá) más que un lugar. Poetas que nunca dejan de mirar a Portugal y escriben en la lengua de Cervantes. 

Hilario Barrero lee "Meditaciones..."



El territorio de Álvaro Valverde

Meditaciones del lugar (1989-2018) (Pre-textos), seleccionada y prologada por José Muñoz Millanes, es la tercera antología sobre la poesía de Valverde que se ha publicado. Formalmente se trata de una antología, pero para los que hemos seguido parte de la trayectoria del poeta, estas meditaciones constituyen un nuevo libro cuyos poemas poseen un nexo temático que señala el prologuista en un valioso y profundo ensayo en el que nos descubre nuevos ángulos, luces y rincones. Los poemas, cuidadosa e inteligentemente seleccionados, son una muestra de lo que podríamos llamar, por un lado, poesía del lugar, y por otro, poesía de la meditación. 

Valverde ha dicho que la poesía es para él “un viaje a la búsqueda de un lugar” y una vez encontrado este, transformarlo en “territorio” nombrando “ese espacio único…” En este libro descubrimos el territorio del poeta donde la memoria, la visión y la naturaleza son principales protagonistas.

Un buen poema también puede ser una lección de geografía, un mapa donde encontrarnos y encontrar lo perdido o lo que buscamos. Un poema con “tierra” por medio, con puntos cardinales, con agua y árboles es un mapa que nos ayuda a no extraviar el camino y llegar a la meta deseada. Por otro lado un poema de lugar puede ser un apunte histórico, Como ocurre en uno de los poemas más representativos, dedicado a Toledo:   

Son personas que por nada se irían. / Da igual en dónde habiten: / en casas y en conventos se recluyen / existencias vividas hacia dentro.

Los poemas con lugar tienen un espacio exterior, una libertad donde la naturaleza vive y crece, los árboles dan sombra, la noche viene y se va, donde las calles, lo material, ayuda a recobrar lo perdido.

Levantarse temprano recorriendo desierta / las calles que creímos perdidas para siempre.

      En los poemas de lugar el tiempo es un factor importante: hay un tiempo pasado donde la nostalgia es parte del paisaje, y el tiempo presente, en el que el poeta nos transmite su estado de ánimo:

Y me siento feliz. No sabría explicarlo. / Será por el recuerdo de una escena análoga / -de infancia a buen seguro-. / Será que la ciudad, recién abandonada, / Se hacía insoportable en esta hora.
         
Un lugar es una presencia que dialoga con el poeta en primer lugar y luego con el lector, es una manera de sentirnos “definidos”, ya que un poeta nos ayuda a percibir el entorno con otros ojos. Álvaro Valverde, “desde fuera”, nos dice: “No somos sino aquello que miramos”.

Mirar, explorar y colonizar. Un poeta es un explorador, un colonizador que, armado con las herramientas precisas, entra a veces en la espesura, en la umbría o en la incertidumbre y descubre un lugar. Un poeta es también un geógrafo que sabe cómo “trazar el mapa del territorio” y “una vez colonizado, habitarlo”. 

José Muñoz Millanes cierra el prólogo destacando “la sensualidad de los lugares de Álvaro Valverde” y el locus amoenus, “ese arquetipo de una naturaleza paradisiaca… se encarna en las gargantas y aceñas, en los castaños y cerezos, en los huertos de las sierras y valles que se abren al norte de Plasencia”. 

James Galvin dice: “The poet situates himself in place in order to lose himself in it”. Con la poesía del lugar de Álvaro Valverde, uno mismo se sitúa en el lugar y se pierde en él, que es una manera de encontrarse. 

El poeta ahonda en la esencia del lugar, lo desnuda y lo viste de hermosura y de esta manera su poesía trasciende más allá de montes, valles y ríos y desde su tierra se hace universal. 
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Álvaro Valverde, (Plasencia, 1959), autor de referencia en el actual panorama literario español, ha publicado, entre otros, los libros de poesía Las aguas detenidas, Una oculta razón, A debida distancia, Plasencias, Ensayando círculos, Mecánica terrestre, Desde fuera, Más allá, Tánger, El cuarto del Siroco y Sobre el azar del mapa. Es autor de dos novelas, un libro de artículos, otro de viajes y otro de diarios. Mantiene una web: www.alvarovalverde.es 

NOTA. Esta reseña de Hilario Barrero se publicó en Cuadernos de Humo, 26 de diciembre de 2024.

26.3.25

Composición de lugar

Luis Bagué Quílez publica en el espléndido número 153-154 de la revista Turia una reseña de Meditaciones del lugar. Muy agradecido. 



En el prólogo que antecede a esta selección particular, José Muñoz Millanes ofrece una apretada radiografía de la escritura de Álvaro Valverde y de las claves que articulan su universo lírico. La percepción espacial, la evocación fragmentaria y la meditación laberíntica se erigen, en efecto, en los tres vértices sobre los que se edifica una poesía que difumina las fronteras entre la imagen y la imaginación, el sentido constructivo y la sensibilidad estética. 
    Aunque no estamos ante una antología temática, puesto que el autor no renuncia a la ordenación cronológica de sus libros, en casi todas las composiciones puede apreciarse la importancia medular del paisaje como decorado de la experiencia y correlato emotivo de un discurso extremadamente pudoroso en su trasfondo autobiográfico y poco proclive al anecdotario narrativo. Si bien el paisaje es el testigo ocular que muestra en un presente degradado los vestigios de un antiguo esplendor, la nostalgia no empaña la contemplación de lo inmediato. Así, pese a su entraña elegiaca, la actitud de Álvaro Valverde resulta más cercana a un resignado escepticismo que a un abatido pesimismo. En este itinerario abarcador, del que solo han quedado excluidos el primer y el último libro del escritor —Territorio y Sobre el azar del mapa, respectivamente—, se advierten con claridad tanto la creciente depuración expresiva del autor como su progresiva apertura hacia el paisanaje.
    El primer alto en el camino, Las aguas detenidas (1988), retoma la metáfora manriqueña del río de la vida para abismarse en una atmósfera simbolista en la que no faltan jardines mortecinos, nieblas espesas, misteriosos umbrales y la sombra de ciudades remotas. Frente a los poemas numerados y a los lugares abstractos de esta primera entrega, los textos de Una oculta razón (1991) van poblándose de rastros vitales y señas de identidad. De hecho, la “película gris de los recuerdos” nos deja fotogramas de permanencia y reproduce en su peculiar moviola la imagen de un eterno retorno en el que se superponen quien ahora mira la realidad y quien la miró en un tiempo pretérito que se actualiza constantemente. Las habitaciones de la infancia, las postales viajeras o el retiro en la biblioteca se contemplan como paraísos perdidos a los que el autor regresa en momentos de desasosiego. El silencio y la aceptación serena de la mortalidad — no muy lejos del Juan Ramón Jiménez de “El viaje definitivo”— están en la base de A debida distancia (1993). En estas páginas comparecen el andamiaje alegórico del jardín, a veces simulacro del locus amoenus y otras veces de la expulsión edénica (“Habité un día un jardín”), junto con ciertas piezas que aportan mayor densidad referencial: es el caso de “Poema de amor”, en el que confluyen la amada presente y su prospección futura, o “Memoria de Plasencia”, un paseo por los espejos deformantes de la infancia. El inventario de motivos circulares que atraviesan esta primera etapa de la producción del autor encuentra un acertado resumen en el título Ensayando círculos (1995), que conjuga el recuento vital con el regreso al circuito cerrado de la memoria. Este nuevo flâneur, “que recorre solo / una ajada ciudad / del fin de Europa”, se concibe como un sujeto nómada que encuentra a su paso estelas funerarias y casas derruidas.
    Ya en el siglo XXI, Mecánica terrestre (2002) exhibe un tono más sentencioso y convoca los elementos telúricos para reconstruir los escenarios “de la edad tardía”. Seis años después, Desde fuera (2008) agita en sus estrofas ingredientes dispares. La meditación invernal en los jardines de Aranjuez, el olor del jazmín como sinestesia del verano o el descubrimiento de “La ciudad secreta” que resiste las acometidas del bullicio turístico perfilan una cartografía plural. Otros ejemplos son “Conversación en Zuheros”, homenaje a la localidad cordobesa y a Ricardo Molina; y “Lugares del otoño”, un caleidoscopio que nos transporta a enclaves de Toledo o Yuste en busca de refugios “retirados, serenos, silenciosos”. La ciudad vivida protagoniza Plasencias (2013), que puede leerse como un callejero sentimental habitado por sombras familiares. Otra travesía presenta Más allá, Tánger (2014), donde la visita a la ciudad de Marruecos, ligada a la memoria de la madre, actúa como el detonante de un viaje a la semilla por un universo salobre en el que combaten la realidad y el mito. El último libro recogido en esta recopilación, El cuarto del siroco (2018), tiene algo de summa estética: la lectura otoñal de Leopardi, la estampa juanramoniana o el placer de la fabulación frente a los imperativos cotidianos parecen afirmar la superioridad del arte sobre la existencia. No obstante, la atención a los pequeños detalles —la curvatura de un viejo cerezo, la humildad del rosal, la luz cambiante en distintos espacios o las canciones populares capaces de suturar lo festivo y lo triste— conlleva también una celebración del instante y de las siluetas humanas que han impartido consejos o compartido juegos con el yo lírico.
En definitiva, estas Meditaciones del lugar no solo nos permiten rastrear la evolución de una voz personal que ha ido modulando sus registros a lo largo de más de tres décadas, sino que nos autorizan a revisar algunas de las divisiones maniqueas que polarizaron la escena literaria de la generación a la que pertenece el autor. Basta con hojear estas páginas para corroborar que en Álvaro Valverde la precisión del trazo figurativo no está reñida con la abstracta reflexión metafísica, que la sugerencia paisajística es compatible con la vibración humana, y que el rescoldo elegiaco proviene de la combustión vital. Al fin y al cabo, la auténtica poesía “es una y múltiple”, como las geografías especulares que, en este volumen, nos invitan a hacernos nuestra propia composición de lugar.

Meditaciones del lugar. Antología poética (1989-2018)
Álvaro Valverde
Prólogo de José Muñoz Millanes.
Valencia, Pre-Textos, 2024. 

24.3.25

La eternidad de lo fugaz

Me sorprendió El campamento de los aqueos, de Javier Velaza (Castejón, Navarra, 1963), premio "Ciudad de Melilla", publicado por Visor hace tres años. La voz que allí sonaba es una de las mejores del panorama. Su dicción culta y clásica tiene concomitancias con la de otro de los mejores: Juan Antonio González Iglesias, que escribía la nota de la contracubierta. Lo calificaba de “firme y cosmopolita”. En el jurado del Loewe que premia éste figuraba el salmantino, profesores universitarios ambos, de Filología Latina, otra feliz coincidencia. Jaime Siles, poeta-profesor también y miembro del mismo jurado, se ocupa de elogiar una obra que “derrama sabiduría clásica y vital”. 
A la perseverancia en el no saber y al “no saber sabiendo” sanjuanista aluden las citas iniciales. Después habla de Gorgias, el que dijo: Nada existe. Si algo / existiera, sería incognoscible. / Y si algo existiera y fuera cognoscible, / sería incomunicable. Sobre estas tres sentencias se construye el libro. 
Desde el principio, la “verdad de lo simple” (Siles dixit) frente a la farsa de lo complicado, matiza uno. Construida a partir de un lenguaje sobrio y depurado que no teme el juego de palabras y las paradojas. Ni las virtudes de la métrica. Porque “Lo trascendente no se exhibe nunca”. 
Pronto también la constatación de su magistral sentido de la composición en la que sobresalen los finales. En poemas tan logrados como “Orilla” (“algo más que no existe y tiene nombre”, un asunto al que dedica el poema “Sin nombre”), “En la piscina”, “Débil” (“Comprendiste que es sobre lo endeble / sobre lo que se apoya el universo”), “Problemas algebraicos” (en otro lado escribe: “Son las matemáticas / la forma más piadosa de poesía”), “Barrio nuevo” (un poema redondo) o “Esto” (sobre Dios: “Solo era esto, y era natural”). La cirugía, un gato o la arquitectura inspiran poemas que aspiran a ser casas firmes y habitables. En casi todos se embosca una poética. O una reflexión sobre el misterio poético, como en “Tara”. 
Al “no saber” dedica la segunda parte. A ese fotón que “desconoce qué es la luz” y “que es la luz”. Pertenecemos a la especie que sabe “tan solo una cosa: / que no sabe, que no sabrá, que no / es posible saber". “La única razón / de que inventase la poesía”. “No saber es el don que hace sublime / cada cosa sencilla que acontece”, leemos. 
“Nuestro único plan es proseguir”, escribe al final de uno de los poemas que dedica al tema del viaje, el que le lleva a Nápoles (y a la Eneida de Virgilio) y a Cumas. El de la vida. 
El amor es para él la forma más digna de ignorar: “Quien sabe amar jamás amó saber”. “No sabemos amar, solo plagiamos”. Recomienda: “desobedece a Ovidio”. Ah, “la luz prodigiosa del amor”. 
En torno al lenguaje gira la última parte. “Te gustan las palabras que no entiendes”. A las lenguas antiguas (le emociona “el modo en que se amaban sus palabras”) y las lenguas extintas, a la universidad (“Aula Magna”) y los maestros, al intersticio (“Detrás de las palabras y delante / de las cosas”) y al idioma (“Siempre hablaste un idioma que no entiendes”). 
“Todo es grandeza, si se sabe ver”. Y todo lo es “Aproximadamente”. 
“Ponerle letra al mundo, / no quería otra cosa”, a pesar de que “el mundo es melodía” y “no tolera letra”. 
Antes de “Corolario”, un cierre perfecto, “Última palabra”: “Solo puede vivirse en las palabras”. “Vivir es ir perdiendo las palabras / donde vivir”. “Dichoso aquel que puede elegir  / la palabra final donde quedarse”. 

Javier Velaza
Visor, Madrid, 2025. 88 páginas. 12 € 

NOTA. Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

Otro Carvajal

En Extravagante jerarquía reunió Carvajal (Albolote, 1943) su poesía entre 1968 y 2017. No poesías completas, sino recopiladas, matizó el editor, López Bretones. A esos dos tomos le siguió otro reseñado aquí: Nos diferencia el cuerpo, una amplia antología editada por Silvera, que recogía poemas publicados hasta 2022, así como algunos inéditos. Da ahora a la imprenta En la frente del agua y, a pesar de que abunden los poemas de circunstancia con sus correspondientes dedicatorias (poemas dialogados, diría), el nivel de exigencia del poeta granadino no podía consentir que el rigor decreciese. Pronto se encuentra el lector con el virtuosismo habitual en este poeta que bien podría pasar por uno del Siglo de Oro. El despliegue de recursos sintácticos y métricos, el uso de las distintas figuras literarias, lo tradicional y lo inventado por él, nos vuelve a demostrar su capacidad para sorprender a quien lee. Lo mismo da que sea un soneto que una endecha, una cantiga que unas glosas. Y siempre, a lo Verlaine, de la musique avant toute chose. “Sólo hay calma en la música del verso”, escribe. 
Más allá de los poemas donde lo barroco irrumpe con fuerza y lo gongorino aflora con soltura, su faceta acaso más propia (pura delicadeza), de aquellos que derivan de lecturas concretas de clásicos y contemporáneos (Garcilaso, Machado, Hernández, Atencia…), se cuelan en este libro otros donde el lenguaje parece amansarse, entre elegíaco y contemplativo, donde la naturalidad, digamos, se impone. Al hablar de lugares. Del Cabo Sacratif, la Peña de Arias Montano, Belchite (con el odio y la Guerra civil al fondo), La Alhambra, Baeza…O de personas: “Hazañas cotidianas” y “Las edades del hombre”, donde lo civil sobresale. “Oda casi horaciana” y “Silencio en via dei Gladioli 6” podrían ser ejemplos de que otro Carvajal existe. El mismo. 

Antonio Carvajal
Alhulia, Granada, 2024. 120 páginas. 12 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL



Yo soy la mujer que escribe

Leoz (Pamplona, 1980) es autora de un libro de poemas (El telar de Penélope), dos de relatos (Segunda residencia y Flores fuera de estación)y de la novela Punta Albatros.
Dieciséis años después vuelve a la poesía con una historia de amor. Imposible, cabe precisar.
Narrada al tiempo que cantada.
En “Yo los leo” confiesa que los versos “me salen la paso”, “me buscan hasta dar conmigo”, “no los escribo yo”. Los dejó (él) “escritos en mi cuerpo”. “Para regresarte / para regresarme / para matarte / para matarme”… “escribo”. “La única solución es escribirla”. La realidad, digo.
El lenguaje es directo, sencillo. La ausencia de signos ortográficos (salvo el punto y final) subraya la oralidad de unos versos que parecen escritos para ser dichos en voz alta.
Las enumeraciones son constantes y utiliza con solvencia un rítmico juego de repeticiones.
El escepticismo ante el hecho de amar se une a la constatación de su dificultad. Las paradojas y las contradicciones son ineludibles.
“Este amor es una pérdida una falta / es un desgarro es una pena”. “Una mancha con la que hay que vivir”. “Una cicatriz interior”. “Una herida”. “Un extravío”. “Una cuenta atrás”. “Lo que no nos decimos”. Al final, “qué falso qué falso / qué falso todo”.
Declara que sólo posee “la certeza / de esta maldición / la avidez de sentirme querida /esta maldita necesidad de mujer / esta condena”.
En ”No soy yo no” concluye: “yo soy la mujer que escribe”.
No hay arrepentimiento. Lo espantoso y lo bello de ese amor “está aquí”.
“Quizás te inventé”, aventura. Y que “una mañana todo aquello / ese amor esa locura esa coartada/ habrán sido el pasado / habrán sido la vida”.
En “Epílogo”, por fin, escribe: “Yo fui / yo lo tuve / yo no renuncié”. 
  
Margarita Leoz
Ediciones de La Isla de Siltolá, Sevilla, 2024. 64 páginas. 13 €

Nota: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.




21.3.25

La vida poética de Elizabeth Bishop

La editorial Vaso Roto ha demostrado sobradamente su interés por la obra de la poeta norteamericana Elizabeth Bishop (Massachusetts, 1911–Boston, 1979). Junto a Robert Lowell, por simplificar, impulsora de la denominada "poesía confesional", que tantos imitadores ha tenido en todo el mundo desde mediados del siglo pasado. Para él, un "poema confesional" sería el que "uno normalmente dudaría en leer ante el público". "Para ella, la poesía es "una forma de pensar con los sentimientos". O dicho de otro modo, "la tarea del poeta" sería la de "pensar con los sentimientos". Adapta ese modelo a su propia poética. Como dijo en una entrevista publicada en la revista Time, "la idea es que vivimos en un mundo horrible y aterrador, y los peores momentos de vidas horribles y aterradoras son una alegoría del mundo".
Fue (es) una de las grandes, sin duda. Admirable. 
Para empezar, ya que los mencionamos, el sello hispanomexicano incluye en su catálogo Palabras en el aire, la correspondencia entre ambos, que ocupa en la edición española 1.276 páginas. Para seguir, lo más importante: su poesía completa, esto es, apenas un centenar de poemas (101 para ser exactos), y sin embargo... De su traducción se ocupó Jeannette L. Clariond, fundadora de la editorial. En Vaso Roto está también su prosa (reseñada aquí), vertida por Mariano Peyrou. 
A sus relaciones con la brasileña Lota de Macedo Soares, el gran amor de su vida, se dedican los títulos Flores raras y banalísimas. La historia de Elizabeth Bishop y Lota de Macedo Soares, de Carmen L. Oliveira, un ensayo, y Cuanto más te debo. El viaje interior de Elizabeth Bishop y Lota de Macedo Soares, una novela de Michael Sledge. A eso se suma Una antología de poesía brasileña, con poemas, entre otros, de Oswald y Mário de Andrade, Cecília Meireles, Carlos Drummond de Andrade, Vinícius de Moraes y João Cabral de Melo Neto. 

Con Lota de Macedo
Es, con todo, en Elizabeth Bishop. Un milagro para el desayuno (traducido por la profesora Laura de la Parra Fernández) donde me gustaría centrarme. Se trata de una magna biografía (medio millar de páginas) de la poeta bostoniana escrita por Megan Marshall, Premio Pulitzer y fugaz alumna suya, que vio la luz el año pasado (la primera edición, de Mariner Books, es de 2017) y que se lee como una novela. Hasta ahora no había podido disfrutarla y cuánto me alegro de haberlo hecho por fin. No es cuestión de entrar en detalles, pero buena parte de su vida se resume en una infancia complicada e infeliz: "muerte prematura de su padre, la locura de su madre, la orfandad de su niñez que pasó entre hogares, internados y campamentos de verano sin un tutor concreto", explica Marshall; una madre, ya decimos, enferma que desaparece demasiado pronto, de ahí su miedo a la locura; una familia (abuelos, tíos) muy particular y dispersa; serios problemas con la timidez, la soledad, el asma, la depresión, el insomnio, el arrepentimiento, la culpa, el suicidio y, sobre todo, la bebida; amores episódicos (enamoramientos de mujeres de "físico americano", jóvenes y rubias, casi siempre) y uno "apasionado y duradero" con la citada Lota, aunque su relación con Alice Methfessel también fue importante; su condición de mujer, por supuesto, pionera en muchas cosas (fue la primera "en impartir una clase de escritura avanzada en Harvard"), una feminista sin pancarta (a la que le incomodaban los términos "gay" y "lesbiana") convencida de que los hombres y las mujeres "no escriben de forma diferente" —"no quería que la clasificaran como «mujer poeta»" y hasta renunció a formar parte de una antología de Mujeres poetas en lengua inglesa— porque "la literatura es literatura, la produzca quien la produzca"; su larga estancia en Brasil (desde 1951 a 1967), donde tuvo su propio hogar: Casa Mariana, "la casa de mis sueños", en Ouro Prêto; su profunda amistad con su médico Anny Baumann y con Cal Lowell o menos intensa con Marianne Moore (su primera mentora y otra de las grandes), Adrienne Rich o Frank Bidart (uno de sus albaceas literarios junto a Alice Methfessel); algunos viajes a Europa (era alguien con "curiosidad geográfica") y, cómo no, su permanente lucha por sacar adelante, a pesar de todos los pesares, una obra digna de trascender al tiempo, algo que, según creo, logró con creces. Si no voluminosa, sí conseguida y exigente. Mundo y voz propios. 
Me ha interesado más lo que tiene que ver con la lenta composición de sus poemas y otros intríngulis de su poética (la biógrafa, que intercala al final de cada capítulo —seis y una contera— notas de su propia biografía, sabe bien de qué habla: ella misma aspiró a ser poeta) que los vericuetos sentimentales, digamos, de la Bishop (que han dado lugar incluso a una película: Luna en Brasil). Un caso digno de mención es el análisis del poema "En la sala de espera", donde Bishop explica la "precoz conciencia de sí misma", la temprana consecución de su don poético, o el que hace de "Un arte", una villanela, "la elegía que siempre quiso escribir", un poema "inmortal" del que existen diecisiete borradores. 
En una ocasión confesó: "Realmente no sé cómo se escribe la poesía". Y en otra: "Hay misterio y sorpresa, y después mucho trabajo duro". No deja de ser una "huida". "Mente en acción". Su materia: "lo omitido". Fue su refugio, y la salvó.
Da gusto comprobar lo documentada que está la obra, cuyo apartado de "Notas" (380) ocupa 66 páginas. No falta un práctico "Índice onomástico" y otro de ilustraciones (que amenizan la lectura). La lista de nombres que ocupan los "Agradecimientos" da fe de la cantidad de consultas realizadas por la autora. 
Me he divertido mucho con la anécdota que cuenta Marshall a propósito de su labor como profesora de "escritura creativa" ("otra frase que despreciaba"): "Se negó a enseñar la poesía de John Ashbery, cuyo Autorretrato en espejo convexo [lo tradujo al español Javier Marías años más tarde] ganó el Premio Pulitzer en 1976, diciendo que no lo entendía". Cuarenta años después, en su funeral, el propio Ashbery, nos recuerda Marshall, leyó el poema que da título a este libro: la sextina "Un milagro para el desayuno".
Fue una crítica libre e incisiva. A Octavio Paz, que la tradujo (donde tal vez uno la leyó por vez primera), le reprochaba que era "demasiado impreciso". 

Con Cal Lowell
Dejo para el final una reflexión o, mejor, una pregunta: ¿por qué los editores españoles rehúyen la publicación de biografías de poetas? Extranjeros, quiero decir, y no es que abunden las de vates patrios, Antonio Rivero Taravillo (Cirlot, Cernuda) o Antonio Colinas (Leopardi, Alberti) mediante. Recuerdo ahora la de Szymborska que sacó Pre-Textos o la de Ajmatova en Circe, que tiene una colección dedicada a este género, tan ajeno a nosotros, por desgracia. Cabe reconocer, como dijo el citado Paz, que la verdadera biografía de un poeta no está en los sucesos de su vida sino en sus poemas, y puede que tuviera razón.

18.3.25

Antonio Daganzo lee "Meditaciones..."

Antonio Daganzo, periodista, crítico y poeta, publica en ENTRELETRAS una reseña de Meditaciones del lugar. Muchas gracias. 

La importante trayectoria de Álvaro Valverde (Plasencia, Cáceres, 1959) se ha cimentado en la autenticidad sencilla y nítida que queda bien reflejada en Meditaciones del lugar, quinta de las antologías de su quehacer lírico, tras Álvaro Valverde. Poética y poesía (Fundación Juan March, 2004), Un centro fugitivo (La Isla de Siltolá, 2012, con selección y prólogo de Jordi Doce), Álvaro Valverde. Antología poética (Editora Regional de Extremadura, 2017) y Enclave (Poemas del molino) (El Orden del Mundo, 2022). Óptima y muy oportunamente, José Muñoz Millanes compendia ahora, bajo el imprescindible sello de Pre-Textos, nueve obras del autor placentino: Las aguas detenidas (1989), Una oculta razón (1991, Premio Loewe), A debida distancia (1993, Premio “Ciudad de Córdoba”), Ensayando círculos (1995), Mecánica terrestre (2002), Desde fuera (2008), Plasencias (2013), Más allá, Tánger (2014) y El cuarto del siroco (2018, II Premio Nacional de Poesía “Meléndez Valdés”). Además, el trabajo de Muñoz Millanes presenta la particularidad de mostrarnos “cómo funciona la poesía de la meditación”, linaje expresivo al que pertenecen sin duda las letras de Álvaro Valverde.
En dicha “poesía de la meditación”, prosigue Muñoz Millanes en su prólogo, “hay dos registros. Primero la composición del lugar: una situación, una escena (…) Después (…) se trata (…) de meditar o reflexionar. De indagar el sentido latente de lo inmediatamente visible, de interpretar lo que desde atrás mueve los hilos de este mundo”. Porque la meditación “arranca del presentimiento de algo intangible, de algo que está más allá del reducido espacio, del lugar que, con su especial configuración, lo inspira”. Donde leemos la palabra “intangible” bien podríamos poner la palabra “inefable”, para así recordar cómo la excelencia poética se afana en arrancarle al misterio del mundo todo aquello que no puede ser expresado a través del lenguaje corriente, de los mimbres idiomáticos del día a día. Al respecto, el caso de Álvaro Valverde resulta digno de elogio: la sobriedad en la expresión se antoja sumamente certera, al tiempo que la cordialidad léxica, la diafanidad retórica, las intuiciones constructivas de sostenido rumbo y la armonía formal conjuran cualquier peligro de aspereza o escasez. Estudiado todo ello como fenómeno diacrónico, ni que decir tiene que semejantes virtudes se perciben de una manera todavía más notoria a lo largo de un recorrido antológico como el que proponen los setenta y cinco poemas incluidos en Meditaciones del lugar.
“Estoy a la espera, escucho. / Y me siento feliz.”, escribe Álvaro Valverde, quien, no obstante, en la composición titulada “Jardín cautivo”, nos muestra el otro rostro necesario de sus meditaciones: “Me observáis abstraído, tan lejano que, a veces, / hasta dudáis que esté, justo aquí, con vosotros. / (…) No preguntéis qué pienso, el porqué de mi ausencia, / la razón que en la calma, sí, me desasosiega. / Esa causa secreta que tan fiel me acompaña / y es al fin otro nombre de la melancolía”. Melancolía y felicidad: la vida misma, pues, cabe de punta a punta, o de flanco a flanco, en esta auténtica, acendrada actitud contemplativa que anuda espacio y tiempo, y que aboca a una serena preocupación por cuanto queda y cuanto permanece (“la dulce obstinación de registrar las ruinas”). Por el olvido e incluso más por la memoria; por una memoria que trasciende la mera existencia individual (“Viajero que ahora pasas, / ten presente / que estas ruinas fueron / andamios una vez, / hombres silbando”), de manera que “alguien, quedamente en la sombra, / concibe el esplendor contra la muerte / ceñido a la arboleda, semioculto, / por entre ramas verdes y vacío”. Y como “no se extingue la llama / que en la calma conserva / el ardor del recuerdo”, al poeta y custodio le basta “la sombra fugitiva, / el instante, esa efímera razón de permanencia”.
Singularmente conmovedoras son las páginas dedicadas por el autor a su lugar en el mundo: “No me anima un anhelo / proclive a la nostalgia. / Se reduce mi afán a contemplarla / en la rara deriva de los sueños”. Con toda lógica, en Meditaciones del lugar, en tan hermoso compendio de las consecuciones líricas de Álvaro Valverde, Plasencia ha de alzarse también como “su mundo frente al mundo”. “Un lugar donde, a solas, / ser, simplemente, hombre”. Porque, al fin y al cabo, y recordando lo dicho por José Muñoz Millanes a propósito de lo intangible oculto en el concreto espacio, “es esta la ciudad / que tú prefieres: / la que a lo más / se intuye o se imagina: / la que se alza / en el centro secreto / de la otra”.

En ENTRELETRAS, revista digital de cultura y algo más. 17 de marzo de 2025.

17.3.25

Quedan los árboles


Según el tópico, todo termina. También la colección Voces sin tiempo, de la Fundación Ortega Muñoz, que se fundó, por decisión de Antonio Franco (el que fuera director del MEIAC de Badajoz) en 2010 y que uno ha tenido el honor de codirigir junto a Jordi Doce. Una aventura, tan extremeña como cosmopolita, que nos ha permitido publicar doce libros, bien acogidos por los lectores y la crítica, muito obrigado, y que se cierra con esta antología dedicada a los árboles en la que colaboran sesenta poetas españoles contemporáneos. Quisimos invitar sólo a autores vivos, pero el destino ha impedido que uno de ellos, por desgracia, pueda ver el libro: Andrés Sánchez Robayna. 
Creemos que el contenido sorprenderá. La poesía verdadera nos asombra siempre. 
Agradecemos, en fin, a la Fundación (a Clemente Lapuerta, su alma, a Granada Plaza, tan profesional y eficiente, y a su actual director artístico, Javier González de Durana) el patrocinio y la colaboración. 
La bonita cubierta de esta muestra (que toma el título de un verso del poeta malagueño Álvaro García) no desentona con las del resto. Con la ayuda del detalle de un cuadro del pintor de San Vicente de Alcántara, es obra de Juan Luis López Espada, quien sustituyó a Julián Rodríguez en esas labores tipográficas cuando aquél murió. 


14.3.25

Envoltorios

Resulta admirable cómo llegan algunos libros a casa. Pura artesanía. Labor de chinos (con perdón). Me refiero a su concienzudo envoltorio. Como si no fuera bastante castigo el dichoso retractilado. Aunque se fabrican prácticas cajas y sencillos sobres que se abren con facilidad, algunos editores y particulares se empeñan en blindarlos a base de papel de estraza y celo a mansalva por lo que uno se ve obligado a echar mano de abrecartas metálicos, tijeras y mucha, mucha paciencia para sacar a los pobres ejemplares de su camisa de fuerza. Lo peor es que en la delicada operación excarcelatoria algunos se dañan, cuando no eres tú el que se corta o se lastima. Miedo me da ver algunos paquetes al salir del buzón. Y qué alegría, sí, descubrir lo que tan celosamente encierran cuando por fin los liberas.