7.10.16

Poesía última de Vicente Gallego

En los dos últimos años, Vicente Gallego (Valencia, 1963) ha publicado un par de libros. Los dos con premio y ambos chez Visor. Aunque he seguido su trayectoria con la atención que merece, se me escapó en su momento la lectura del primero, Saber de grillos, ganador del Emilio Alarcos. En el jurado estaba Carlos Marzal, otro valenciano de la misma saga de poetas, digamos, imprescindibles de nuestro panorama, que afirma en la contracubierta, y con razón, algo que podría haber dicho de sí mismo: que Gallego "ha viajado, en su aventura literaria, desde la poesía de la experiencia hasta la experiencia de la poesía entendida como aventura verbal de la conciencia del mundo".
Está compuesto por poemas breves que casan bien con el despojamiento al que ha venido sometiendo su poesía. Ante todo, la Naturaleza: sus lecciones, sus imágenes, sus metáforas, sus símbolos... Porque "Dejé mi tiempo atrás, hallé mi vida / en los montes pelados". Sí, la suya es una naturaleza áspera y esencial que cabe relacionar con el paisaje de su maestro César Simón (al que dedica el haiku "Canícula"), en cuya poesía, por cierto, está muy presente la palabra grillo. Allí, en la "Santísima intemperie", entre las soledades del sabio que habita una cabaña, siente y piensa (en este orden) el poeta. Con frecuencia, al modo franciscano. El paradigma de su forma de mirar está en el poema "Contemplando un pino", que dedica a Antonio Cabrera, otro de su estirpe, dedicatario del libro en su conjunto. Ahora que lo menciono, salvo unos pocos poemas, todos están destinados a alguien. Amigos, sí (basta leer "A esos cuatro amigos"), pero también autores de poéticas similares o admiradas; pista fiable para situar la poética de Gallego. "Porque los ojos ven las cosas claras", escribe. 
Allí, la celebración de la vida. De lo mínimo, casi siempre, a lo máximo. Por "asentimiento". "Del natural", como en el homenaje a Gaya. 
Allí, piedras, pájaros, flores, árboles, noches, luz... Su vocabulario no es rebuscado, como no lo son sus ideas. Allí, la perplejidad, el asombro. Y "lo rumoroso". Y la quietud. Y, cómo no, el silencio. La simplicidad y lo liviano (léase "Soltura": "si un alma he de tener, / me vale el horizonte"). Lo oriental como concepto. Y lo occidental, añado, como vemos en su último libro, Ser el canto donde Antonio Moreno, al que se lo dedica, en la nota de la contracubierta advierte: "¿Poesía mística? Solamente poesía. Vibrante, honesta, sabia poesía". Y está bien que traiga a colación lo del misticismo porque, además de referencias concretas a motivos místicos, como la noche, y a "Juan de Yepes" ("¿Qué habrá más delicado que morir?", leemos en el espléndido poema que le dedica), cualquier lector avisado advierte esa filiación que tanto miedo da a quienes la desprecian por simple ignorancia. Por eso, por su cariz religioso (como si religión y poesía, en su más amplio sentido, fueran materias contrapuestas), y porque a nadie le gusta ir de "místico" por la vida. No es el caso de Gallego, por más que en los últimos años sus vínculos con la meditación no puedan obviarse, ni en su biografía ni, por supuesto, en su poesía. 
El libro se compone de cincuenta cantos sin título y numerados en romano. En él las preguntas abundan. Se conciben en la duda. 
El lugar desde el que contempla viene a ser el mismo del libro anterior: el monte, el campo, la naturaleza más intrincada y oculta. La naturaleza sagrada. La estación: el verano. El tono hímnico, que lo es todo, semejante: "Aprendí de las cosas mansedumbre". Los maestros, también: Claudio Rodríguez (presente en palabras como pan o jornal: "el jornal de la vida"), César Simón, el último Juan Ramón, Brines... Y los románticos, con Leopardi (y su luna) a la cabeza. Y la sabia poesía popular, que nunca falta.
Estamos de nuevo ante "el delirio de mirar". De sorprenderse feliz con lo que ve.
Símbolos, como el del pájaro o el agua, siguen muy presentes. Y animales humildes como el saltamontes y la hormiga. Y una cesta de esparto o la salvia.
Son cantos inspirados. Plenos de intensidad y de concentración. Llenos de amor. Propios de alguien que ha tomado un camino solitario lleno de autenticidad. No falta, claro, la pasión, el entusiasmo, la alegría de un vivir al margen que, sin embargo, le une a los seres y a las cosas con una fortaleza inquebrantable: "como tiene / uno madre, alegría / sin saber ni de qué". De ahí las constantes alusiones a la infancia y la niñez, el territorio de la pureza". El poema dedicado a su hijo ("Canto XLV") es memorable, de emoción verdadera. "Canto lo irremediable", dice. Más allá, la belleza. 
"Los cincuenta cantos de este nuevo libro vienen a ser facetas indiscernibles de un único asunto: la naturaleza transparente del yo y su íntima hermandad con los demás seres, resuelta en una música tan expansiva como solitaria", escribe Antonio Moreno. Y añade: "Acaso sean estos versos de Vicente Gallego los más despojados que haya escrito, los más alejados de las trampas del lenguaje".
Acierta, sin duda, pero conviene recalcarlo. Lo dijo Marzal y lo repite Moreno: si por algo se caracterizan esta poesía (su aventura verbal" y "sin trampa") es por lo que tiene de lenguaje. Por lo que pesan sus palabras. Valen su peso en oro.

EN LOS PICOS PELADOS

                              A José Saborit


En la mañana, hondo,
donde cruzan las águilas y el monte
se pierde como un niño y se sofoca;
donde prospera el cardo, el esqueleto
de tanta soledad abierta en llama.

Van pisando los pies, mediado el día,
caballones hendidos de calor,
requemados de espejos, de guijarros
en los que el sol golpea y le abre un río
de centella al aire.

Dejé mi tiempo atrás, hallé mi vida
en los picos pelados.