19.1.21

DOLOR

Juan José Ventura, de El Periódico Extremadura, me pidió un texto sobre "el dolor" para el Anuario. ¿Por qué? Todo parte de un excelente poema de Basilio Sánchez, "Láudano" (que copio al final), tan acorde a la situación pandémica que sufrimos. Invitaba a distintos escritores a centrarse en algunas palabras del mismo (alegría, herida, luz, extranjeros, pájaros, dioses...) y escribir un breve texto. Me tocó ésta. 



Si de algo no se puede hablar en abstracto es del dolor. Ni del físico, que nos acompaña desde que nacemos (en el parto natural lo hay), ni siquiera del, digamos, espiritual, tan frecuente también y tan temprano en la vida de la inmensa mayoría de los seres humanos. Ese que duele sin doler. O que duele sin causa orgánica aparente. El del alma. 
Dos son las acepciones del diccionario de la Real Academia Española acerca de la palabra “dolor”: “sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior” y “sentimiento de pena y congoja”. Sus tipos, lógicamente, son innumerables. 
Mi trato con el dolor es, como el de todos, remoto. No importa la edad. El dolor no entiende de décadas, lustros o años. “Su dolor era antiguo, como el mundo”, dije acerca de alguien en un verso. Está en nuestra memoria prehistórica, se podría decir, en lo más profundo de las cavernas donde habitamos, a oscuras, hace milenios. En él se fundamenta la religión en la que fui educado: Cristo muere dolorosamente en la cruz para salvarnos. Antes ha pasado un calvario.
El dolor es consustancial a las guerras que se han sucedido a lo largo del tiempo y, por ello, inseparable de la Historia. Qué decir de su uso para torturar por razones de todo tipo. Es, por traerlo a la actualidad, el pan nuestro de cada día en esta pandemia que asola el planeta; un dolor soterrado, propio de la soledad del confinamiento y de esta existencia impredecible y en suspenso. También el mal común de los que se ven obligados a huir de su país de origen, con el dolor a cuestas, para subsistir. 
Pero más allá de las elevadas palabras y, con ellas, de los elaborados conceptos, el dolor es un sentimiento cotidiano que nos vincula como pocos a nuestra humana condición. Que, en suma, nos humaniza. Por igualación. A hombres y a mujeres. De ahí que empezara afirmando que, en rigor, no es posible referirse a él en abstracto. Puestos a concretar, para uno el dolor empieza con las jaquecas que sufrí desde que era un crío, asociadas a situaciones de tensión. Dejé de padecerlas el día que descubrí que un par de pastillas efervescentes podían conseguir que el malestar cesara. Hasta que llegó ese momento, un dolor intenso localizado en la parte derecha de mi cabeza, centrado en el ojo, persistente, capaz de revolverme el estómago, que me obligaba a buscar la oscuridad o la penumbra, me persiguió durante años. Un pequeño suplicio no por ordinario menos agobiante. El dolor real, sí, pero también el que se anticipaba, el que temía que llegase cuando menos falta hiciera: la víspera de un examen o de una excursión a la sierra, en una ceremonia familiar o escolar, durante un viaje... Luego, como le ocurre a cualquiera, han sobrevenido otras molestias. Pasajeras o estables. Porque el dolor, bien lo sabemos, está asociado a la enfermedad, otra fiel compañera de periplo, y rara es la que no lo tiene como síntoma añadido. Sin embargo, a pesar de padecerlo con asiduidad, nunca llegamos a acostumbrarnos a él. Hipocondriacos o no. Siempre desconcierta, del más leve al más agudo (ah, los umbrales), por más que el sabio acervo popular (con su dosis de humor o de ironía) nos indique que, a cierta edad, de no tenerlo, uno está muerto. Acaso para contrarrestar su poder, decimos que nos fortalece. No lo creo. Más bien nos desarma aún más, frágiles criaturas al pairo. Qué decir de los que lo padecen como crónico. O del que acompaña a ciertas dolencias que hasta nos da miedo nombrar.
Paradójicamente, el dolor también puede ser fuente de placer. Como perversión, se matiza. Para los sádicos que lo infieren a otros (e incluso a sí mismos) y los masoquistas que lo admiten con gusto. O medio de mortificación para fieles de muchas religiones. Tan versátil resulta.
Nos movemos hacia el dolor, dijiste”, escribí al principio de un poema titulado “Los muertos”. Los míos, los más cercanos. Se trata de una aseveración que tomé de alguien, pero no recuerdo quién. Poeta, a buen seguro. Me temo que ese es nuestro sino. Hacia un dolor preciso, esto es, del cuerpo, y, ante los secretos dolores del alma, que suelen tener más difícil diagnóstico y un tratamiento no siempre farmacológico. Los que no obedecen a dolencias mentales o psíquicas susceptibles de ser tratadas con medicación. De esos dolores sabe especialmente la poesía. No es la única vez (de hecho ya he anotado dos) en que uno ha abordado el espinoso asunto del dolor, una palabra habitual en mis libros. De cuantas la he utilizado, tal vez sea en un breve poema “Ventanas”, de El cuarto del siroco, donde más lejos llegué en el intento de expresar con lo mínimo aquello que para uno significa. La imagen es corriente. Cualquiera que haya pisado un hospital habrá podido comprobar lo que señalo: “Sobre el cristal, / los rastros de las frentes / que al pasar / aquí depositaron su dolor”.  
Basilio Sánchez, que es poeta y además médico, de una especialidad en los límites, dice en “Láudano”, el sutil, hondo poema que da origen a esta reflexión: “El dolor verdadero, / igual que la alegría verdadera, / forma parte de un patrimonio íntimo /que no nos es posible compartir”. Es verdad. Estamos ante una herida invisible. “En el dolor no hay pájaros. / Sólo dioses hablando con los dioses”.
 

LÁUDANO

No hay azafrán ni clavo,
no hay canela ni vino para el láudano.
El dolor verdadero,
igual que la alegría verdadera,
forma parte de un patrimonio íntimo
que no nos es posible compartir.

No he paseado nunca con mi herida
por ninguno de los jardines que conozco.
La herida es el eclipse que revoca la luz,
la herida es la distancia
que nos convierte en extranjeros.
En el dolor no hay pájaros,
Sólo dioses hablando con los dioses.


Ilustración: "Anciano en pena", Vincent van Gogh, 1890.